El protestantismo es la flor plantada por Satanás en el culo de Lutero», repetía con rotundidad mi profesor de Teología en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad de Navarra. Recuerdo que era un cura muy raro, siempre apocalíptico en las cosas que decía. Otra frase que repetía a menudo era la de «cuando la gana aprieta, no hay joven ni vieja». Esa parte de la asignatura sí la he llegado a entender en el curso de los años, pero no la del protestantismo. Entonces no sabía a qué se refería con lo del culo de Lutero, en tanto que mi desconocimiento de la historia de la Reforma protestante y de la vida de su autor era completa, como corresponde a un católico practicante español de la época. Hace poco descubrí que la frase se refería al hecho de que Lutero padeció durante un amplio período de su vida de fisuras en el ano, que convertía el simple acto de defecar en una tortura de proporciones bíblicas, y nunca mejor dicho en el caso del creador de una religión que propugna que la fe personal en Cristo, que es la única fuente de salvación, deriva de la lectura del libro sagrado.

El golpe que Lutero dio a la Iglesia católica fue casi mortal.

En parte sus denuncias estaban claramente fundamentadas, con papas como Julio II gastándose una fortuna en guerras para conquistar (o reconquistar, según la visión de la Iglesia en ese tiempo) los territorios italianos que constituían un supuesto ‘legado’ que Constantino dejó al obispo de Roma. Lo del legado del emperador romano que forjó la Iglesia oficial que todos conocemos, se demostró una completa invención, como tantas cosas en la Historia de la Iglesia romana..

Martin Lutero, un religioso agustino que nació y vivió a caballo entre los siglos XV y XVI denunció la avaricia de la Iglesia, que se había sacado de la manga unos documentos que certificaban la condonación de las penas del purgatorio a cambio de dinero contante y sonante. El afán recaudatorio de Julio II para financiar sus guerras, y después la construcción de una nueva basílica, traspasó todos los límites razonables cuando se estableció que podías también comprar tiempo de purgatorio para tus antepasados. Y fue el auténtico desmadre cuando también se estableció que podías librarte del purgatorio por un precio aún antes de haber pecado y haber muerto. No es de extrañar que muchos creyentes, hartos de practicar la obligada continencia sexual y de ayunar cada dos por tres, se dieran al noble deporte del follisqueo y la gula, pertrechados por la bula papal que les protegía de los terribles pesares que amenazaban al pecador después de la muerte.

Pero la jugada maestra para el negocio papal fue sin duda otorgar la exclusiva de la impresión y venta posterior de las bulas a los Fugger, famosos banqueros judíos alemanes que también tuvieron un papel clave en el ruinoso endeudamiento de nuestro muy católico, muy ambicioso y muy manirroto emperador Carlos V de Alemania y I de España. Tal fue el éxito comercial de las bulas pontificias, que la gente se gastaba todos los cuartos que tenían, y los que no tenían pero los mismos banqueros le prestaban, en comprar su derecho a una transición tranquila hacia los disfrutes celestiales, sin necesidad de afrontar los molestos sufrimientos del purgatorio.

El fenómeno llegó hasta tal extremo que las finanzas que alimentaban las estructuras feudales de los múltiples principados, ducados y condados que constituían en ese momento lo que devino con los siglos en la gran Alemania, se fueron a la mierda, por decirlo mal y pronto. Hay que entender y comprender por otra parte que la esperanza de vida de hombres y mujeres de la época no llegaba a treinta años. La conciencia de esta perentoriedad de la vida terrenal hacía mucho más apremiante la compra de una cierta tranquilidad para después de la muerte

Esa circunstancia tan pedestre explica bien a las claras por qué los príncipes y electores germanos se apuntaron con entusiasmo a la Reforma luterana.

No porque creyeran todas esas zarandajas de la salvación por la sola fe, que condujo de forma inexorable a la teología de la predestinación y al puritanismo calvinista, sino porque la prédica de los protestantes les salvaguardaba del ruinoso expolio papista. Por eso la lucha de poder y la política tuvo todo que ver con la consolidación y expansión posterior de la creencia protestante, que se acabó disolviendo en múltiples denominaciones, desde la Iglesia Anglicana hasta los Baptistas del Sur en Estados Unidos, con dieciocho millones de fieles y en franco declive como todas las iglesias de aquel país. Menos de la mitad de los muy creyentes norteamericanos ya no se identifica con ninguna de las iglesias estructuradas, y ni falta que les hace en teoría, pues la doctrina de Lutero propugnaba que cada hombre, biblia en ristre, es su propia iglesia. La deserción de los norteamericanos, especialmente los jóvenes, de la denominaciones religiosas oficiliales se ha visto acelerada por la repugnancia hacia el cristinianismo nacionalista, machista y homófobo con el que el Partido Republicano, y especialmente los muchos patidarios de Trump, se han identificado en su nefasto período presidencial.

Por el contrario, la Iglesia católica ha aguantado de momento siete siglos a pie firme, con su estructura jerárquica formada exclusivamente por hombres solteros y su gobierno gerontocrático intactos. Primero se armó moral e intelectualmente acometiendo su propia reforma en Trento, y después se ha demostrado incombustible (ahora se dice resiliente) tanto frente al acoso de las iglesias protestantes en los países emergentes, como al liberalismo y al comunismo, que amenazaron intelectualmente su tradicional hinterland europeo. La iglesia católica ha permanecido incólume también a la ristra de denuncias por abusos sexuales a menores y, lo que es mucho más grave, a la miseria causada en África por su oposición al uso de preservativos y su consiguiente responsabilidad en la expansión de la epidemia de sida durante los primeros y mortíferos años.

Tan bien resiste la Iglesia romana ante las fuerzas que intentan acabar con su preeminencia religiosa, que hace creíble la anécdota de la viejecita de pueblo que, ante la insistencia de una pareja de proselitistas evangélicos que habían llamado a su puerta, les respondió con un suspiro: «Hijos míos, si no creo en la Iglesia católica, que es la verdadera, menos voy a creer en la vuestra».