No hay nada más peligroso que un buen consejo dado a la persona equivocada; peor, mucho peor, cuando el consejo se otorga a destiempo, de manera intempestiva o inoportuna y cuando mejor hubiera sido callar. Esta gran verdad rige incluso dentro de una institución tan sabia y respetable como es la Universidad. De haber seguido uno de aquellos buenos consejos que se dan en nombre de la verdad y que tienen funestas consecuencias, Georg Lukács nunca hubiera sido profesor de filosofía.

En el comienzo de su carrera universitaria, en la universidad de Heidelberg, el futuro ensayista, crítico y filósofo mostraba ya cuánta importancia concedía a la experimentación individual, al conocimiento único e irrepetible a través de la insobornable experiencia de uno mismo. Digno discípulo de Montaigne, su modelo literario, se consideraba a sí mismo un continuador de Sócrates, para quien lo más importante no era la conquista del conocimiento sino el proceso de búsqueda y experimentación.

Para el intelectual húngaro no había sistema posible en la vida, porque en la vida solo existen las cosas concretas e individuadas.

Apartándose de Hegel, que defendía el tratado científico, categórico y jerárquico, Lukács consiguió elevar el ensayo, no tan ambicioso y mucho más humilde, a la categoría de género. Solo el breve y modesto ensayo, siempre dispuesto a dejar unas líneas como por accidente, era capaz de captar lo transitorio, lo contingente y lo fugaz; la idea de un momento. El ensayista no aspira a dar respuesta a los enigmas de la existencia, sino solo sugerir, mostrar caminos; pretende mediar entre los lectores y la ciencia, la cual sí busca soluciones; no quiere señalar salidas, plantea cosas, lanza ideas; un ensayista se inspira en los detalles de cada día, aprecia la ironía y no teme a un mundo de impresiones libres. Lukács imaginaba el ensayo como si fuera un tribunal de justicia, donde ni la sentencia, ni la creación de jurisprudencia serían jamás la meta última, sino el proceso de indagación y pesquisa; el descubrimiento, la capacidad de examinar, de discernir, de juzgar, sí, pero no de sentenciar. El ensayo es el género que cultivan las personas libres que desean ejercer la fuerza de su razón.

El joven Lukács, tan marcadamente experimental e individual, había de tener dificultades con la sistematización académica, poco amiga de estas expansiones ensayísticas; y como es natural, despertó inquietantes suspicacias. «Céntrate, muchacho», algo así debió de haber escuchado en numerosas ocasiones; «haz menos cosas y más ordenadas», es decir, «sé más productivo, trabaja de manera rentable para acelerar tu promoción académica». A Emil Lask, que no le era hostil en absoluto, le parecía una persona demasiada dispersa, en exceso atenta a demasiadas cosas a la vez; por lo tanto, iba a ser incapaz de mantener una metodología sistemática, como se espera del trabajo académico.

Tuvo que ser Max Weber quien, en su calidad de amigo y protector, le llamara a su despacho para decirle, con todo respeto, que no era conveniente para él que continuara con su habilitación académica, porque no era un académico con vocación profesional. Él era un ensayista. Para el gran sociólogo alemán el ensayo exigía tan grandes esfuerzos como la ciencia más rigurosa, pero el ensayista no pertenecía, en último término, a la universidad, este solo escribe para sí, para su propia salvación, de una forma personal, íntima. El científico nunca propone su propia visión particular a la hora de escribir, busca la universalidad.

Georg Lukács acabó abandonando Heidelberg haciendo realidad la sentencia que había caído sobre él, no resistiéndose a su problemática condición de ensayista nato, y por tanto, pensador libre no sujeto a ortodoxias ni a sistemas.

Ni siquiera su adhesión al partido comunista logró quebrar su espíritu libre, y fue precisamente en el ensayo donde encontró la reserva de fuerzas necesarias para soportar la opresión estalinista que casi le cuesta la vida cuando se comprometió en cuerpo y alma con la revolución húngara. Para Lukács el ensayo era hermano de la poesía y la manifestación artística era un modo de conocimiento. Consecuentemente tuvo que desoír los consejos que, casi con una condescendencia paternal, le conminaban a ‘centrarse’, a definirse y sistematizarse como es debido. Aquello hubiera sido una concesión inaceptable para quien estaba llamado a ser una personalidad humanista completa, como profesor, como escritor y como político. En la vida, afortunadamente, es importante no seguir siempre los buenos consejos.