Me lo veía venir. Todo lo que está sucediendo me parecía por momentos de lo más surrealista. No podía ser verdad que, en plena pandemia, con todo lo que estamos padeciendo en el mundo y, en pleno siglo XXI, con todo lo que ya habíamos pasado en el siglo XX y no te digo nada en el siglo XIX, volviéramos a las luchas fratricidas, los nacionalismos excluyentes, la manipulación de las masas, los intentos de censura en la educación, el menosprecio a la cultura, las amenazas de muerte al que piensa distinto y la búsqueda de un chivo expiatorio a quien señalar como culpable de todos nuestros males.

Acabo de despertar de un sueño. Ahora tengo claro que todo era una pesadilla y me pongo a escribirlo porque ya sabéis que los sueños se olvidan fácilmente. Resulta que todo era lo que parecía: un reality show televisivo, un guirigay de contertulios sin educación que nos tenía a todos pendientes de la pantalla, con la mirada y el cerebro ocupados, distraídos de la realidad de un mundo que tiene otros problemas mucho más acuciantes que los que preocupan a estos políticos de pacotilla.

No podía ser esa desazón insoportable de ver que no había nadie que diera la talla y que todos fueran a su bola (incendiaria), sin que quedara gente que no se deje llevar por la propaganda de Caín. Por suerte, al despertar, he vuelto a ver que los servidores públicos, a los que un día aplaudimos, siguen ahí como los que persisten en dedicar su vida y su tiempo a los demás, a las causas perdida, a los débiles, a los olvidados, a los que nadie quiere y, sobre todo, a nuestra casa común que no es ningún terruño, ni patria chica, ni lugar privilegiado, ni histórico, sino todo este planeta que de lejos es azul pero que de cerca está lleno de más colores de los que el género humano puede apreciar a simple vista.

No soy un experto en la interpretación de los sueños ni un seguidor de las doctrinas de Freud, pero estoy convencido de que cuando dormimos seguimos viviendo y que nuestra mente sigue funcionando creativamente para enseñarnos cosas de lo que hemos vivido o de lo que podríamos llegar a vivir. Recuerdo que en varias ocasiones he soñado que estaba pintando un cuadro y como yo sueño en color, al despertar aún veía con exactitud cómo era y lo esbocé en un papel para no olvidarlo y que me sirviera para próximos proyectos.

Lo mejor del sueño de esta noche ha sido que en él recordaba otros muchísimos sueños que he tenido en los últimos años.

Era algo así como un juego de muñecas matrioska, con unos sueños dentro de otros. He soñado que todo había sido un pseudo debate televisivo y he seguido soñando que despertaba y entonces comparaba con otros muchos sueños que en otras ocasiones supuestamente había tenido y que contrarrestaban el mal sabor de boca de ver que quienes no debaten de lo importante, necesario y urgente, nos llevan a sus míseras, insolidarias y pequeñas causas, a su barro de insultos, amenazas, desprecios y egoísmos. Por eso estoy ahora intentando ordenar los otros sueños que he soñado que había soñado en otras ocasiones.

En mi sueño he viajado a Madrid, como hago varias veces cada año, una ciudad que me gusta porque allí, nadie medianamente inteligente ni sincero, podría presumir de identidad exclusiva, ni de historia milenaria única, y esas cosas cada día me aburren tanto como miedo me dan. Lo que más me gusta de esta ciudad es que recibe con agrado y respeto a todos cuantos llegan de los cuatro puntos cardinales y nos posibilita una amplia gama de diferentes ofertas culturales. Pero al entrar me sorprendió un cartel que cruzaba toda la A3 que decía: «Nunca pasaron», imaginé que se refería a los intolerantes, a los retrógrados, a los violentos y a los insolidarios. Pensé que ojalá tampoco estuviesen los que nos toman por tontos y nos tratan como a borregos para hacer su particular negocio. Tan contento, me fui de museos y exposiciones y en las calles los niños eran de muchos colores y jugaban juntos, y no estaban solos porque la gente acogía a los no acompañados, sin importar su procedencia, su religión, ni su piel. No todo iba a ser tomar cervezas.

He soñado que Madrid era un espejo donde se reflejaban todas las buenas gentes de todas las diversas Españas, todos los ciudadanos con ansia de progreso, bienestar, solidaridad y cultura, donde todo el mundo iba en peregrinación al Barrio de Las Letras y donde todos los poetas tenían su casa y, luego, un monumento venerado por todos que los recordaba. He soñado que la ciudad ya no estaba arriba, ni en el centro, sino que estaba al lado de todos los otros territorios y de todas las gentes.

Mi viaje pasando por el Campo de Cartagena. No era La Mancha porque estos molinos de viento que vi no eran de aspas, sino de vela latina, como la de los barcos, como cantan los versos de Carmen Conde, que giraban al viento porque estaban todos restaurados. He soñado que volvía Cervantes y se hacía un selfie junto a uno de El Algar y escribía en Instagram: «Estos sí que son gigantes, amigo Alonso Quijano». He soñado que la Región estaba espléndida y que el manco de Lepanto había recuperado la movilidad de su mano tonta con unos baños en las aguas salinas del Mar Menor. Ya no quedaban lodos, pero la laguna era cristalina porque llegó un día en que las gentes se unieron y se pusieron todos a una: ciudadanos, políticos, empresarios, agricultores y ecologistas, porque lo primero era lo primero y no había que esquivar responsabilidades.

También he soñado que el navegador del coche me decía: «Está usted atravesando la Comarca de Cartagena, cuya ciudad ha sido declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco». Ya decía yo que algo pasaba al ver los molinos a punto de pasar revista, seguro que las baterías de costa se habían convertido en espacios culturales y de hostelería con encanto. Tenía que volver. Ya estaba en Madrid y no me había dirigido a ver si, en este mundo feliz, ya habían restaurado el Monasterio Medieval de San Ginés de la Jara, las ermitas del Monte Miral y la Cueva Victoria. En pleno sueño he querido esforzarme en soñar con ello, pero ha sido en vano.

Mientras escribo esto empiezo a despertar. Los periódicos vuelven a poner en portada que el convento se va a restaurar de manera ‘forzosa’ y yo estoy en un estado en el que ya no sé distinguir entre la realidad, los sueños y las máscaras del carnaval de los intereses partidistas y la propagada para incautos. Otra vez a vender la pieza antes de cazarla. Cómo puede ser que quienes ‘se congratulaban’ cuando se estaba ‘restaurando’ el monasterio a base de demoler los muros antiguos, sustituyéndolos por una mole de ladrillo y hormigón, y fueron corriendo al ICOMOS para que sacase al monumento de la Lista Roja del Patrimonio, vengan ahora a exigir la ‘continuación de dichas obras’. En una cosa vamos a confluir: las autoridades públicas (locales, regionales y estatales) deben de responsabilizarse de ello, no seguir con el engañabobos de ‘instar, exigir, exhortar’ a la propiedad bancaria, que no tiene mayor interés que la especulación de los terrenos y la de invertir lo menos posible en este paraíso. Que nadie espere que terminen la obra con un respeto a los restos originales que les sale más caro.

Ya no sé por dónde llevo el hilo de mis sueños, ni qué tiene que ver Madrid con este hermoso rincón olvidado, pero me acabo de levantar y estoy casi como Don Quijote, que no distingo la realidad de la fantasía, y San Ginés es el paraíso en el paraíso, o podría serlo.