La herencia de la Transición, que se basaba en el mito político del consenso compartido entre partidos de ideologías distintas en aras del bien común, ha terminado. Está destruida y hecha añicos. Toscos aspirantes a las más altas magistraturas del Estado bailan, ya con aspecto de cabra, ya de oso, mientras sus futuros votantes aplauden y les marcan el ritmo a palmadas, sobre los pedazos del antaño fino y apreciado vidrio con que se fabricó la copa de la cual libábamos el néctar de la convivencia y la reconciliación nacional.

El de la Transición fue un mito positivo, constructivo, pero mito al fin y al cabo, que había de encontrarse de bruces con la realidad española en un momento u otro. Ningún mito puede sanar las heridas de una guerra ni de una dictadura, aunque sí, demasiado a la larga, poner las bases de discordias futuras, tal es su condición trágica.

Había una esperanza maliciosa para cuando el mito hubiera desvelado su condición de fantasía colectiva: que las viejas heridas estuvieran si no curadas o cicatrizadas, al menos olvidadas, como las antiguas lesiones que de vez en cuando advierten de su presencia con dolores intermitentes los días de lluvia o después de haber hecho un esfuerzo desacostumbrado.

Habríamos alcanzado una modernidad homologada, con algunos traumas dignamente reprimidos en el alma colectiva española, exactamente a la par que los países más avanzados con los que compartimos las tribunas internacionales. Ellos también tienen fantasmas de tiempos pasados debajo de la cama, esqueletos en los armarios y pesadillas que, mal que bien, ocultan con gran elegancia.

Pero si las heridas colectivas de un pueblo, aquellas que no se han cerrado cuando se ha podido hacerlo, gangrenan cuando ya se las había dado por sanadas, pueden arruinar al organismo con mayor rapidez, pues nada peor que una recaída. Actualmente las conversaciones políticas han empezado a pronunciarse en voz baja y mirando de lado, constatarlo es algo tan inquietante como escuchar el crujido de las paredes momentos antes del hundimiento de un edificio.

Existe el riesgo cada vez mayor de que los españoles dejen de verse como rivales en el debate, y empiecen a contemplarse como enemigos mortales. Viejas obsesiones han venido a unirse a problemas nuevos, excitando las fuerzas de aquellos que se proclaman, con un entusiasmo inquietante y autodestructivo, hijos de la ira; que es como decir hijos de Caín, asesino de inocentes.