Tres días de parto, once en la UCI, muchas semanas de postparto y once años sin dormir del tirón para que salga del colegio y no me quiera dar un beso delante de sus amigos. Una colleja a mano abierta le meto (metafóricamente hablando) que lo pongo de medio centro en el Osasuna. Y, claro, es que así son los hijos, seguramente así hemos sido como hijos. ¿Qué nos lleva a querer tenerlos? El instinto, nuestra condición natural, la tradición... Las que somos madres hemos tenido clarísimo en algún momento de nuestra vida que los queríamos tener. Aún sabiendo que, al hacerlo, renunciamos a muchas cosas por obra y gracia de nuestro ‘reloj biológico inverso’. Habrá menos viajes, menos fines de semana de juergas, menos capacidad de horas para nosotros o lo que viene a ser lo mismo: tener hijos hoy día es una renuncia a todas las experiencias guays que nos ofrece el capitalismo de consumo.

Trabaja, asciende, vive, consume, compite, disfruta... Pero no te metas en berenjenales de pañal y biberón porque esa carga te obstaculiza para darlo todo, aunque no te impedirá sentirte realizada.

Tener un hijo, esa decisión que un día tomamos y nos marca la existencia.

Tal vez la de no tenerlos en estos tiempos sea lo más loable; esta además es reversible y sorprende que sea la opción más creciente en el mundo actual. Si un hijo requiere algo es compromiso. Ese acuerdo formal, aunque no escrito, que varias personas adquieren tras meditar una idea y hacerse ciertas concesiones por cada una de las partes.

Planear el camino que debemos andar hasta cumplir el objetivo que tuvimos en la línea de salida, pluralizar esta cuestión es algo que todavía arrastramos. Pocos son aún los que un día deciden tener un hijo solo, acto de valentía como hay pocos. A veces me planteo cómo sería tomar uno solo las decisiones que conlleva el cuidado de un niño. Porque, eso sí, no somos la mayoría de veces conscientes de que casi nada es para siempre, y si ese pacto que un día tuvimos de crear vida junto a alguien se rompe, hay que atarse los machos porque el camino que nos viene es pedregoso.

Los hijos se deberían tener junto a quien previamente haya demostrado una capacidad imperiosa de resistir ciertas visicitudes o sola hasta que se termine el trámite y el individuo nacido empiece a volar. Pero el apego está ahí, ninguna cultura se libra. Es transversal en todas y cada una de las comunidades. Y los hijos ¿que ofrecen a cambio? Si lo analizas, desde antes de nacer nos crean un vínculo que, visto desde otra perspectiva, es de locos. Cuidado extremo, horas de sueño perdidas, ayudarles a madurar para desenvolverse en la vida cuando hay veces que ni uno mismo sabe manejarse.

Entre los maoríes existe una tradición oral donde las parejas jóvenes han de hacer un retiro reflexivo para tomar esta decisión. Pasan varios días en el bosque con poco más que lo puesto para así decidir su disposición a la responsabilidad que conlleva, no es sólo traerlos al mundo. Se precisa la misma madurez que te exigen impartir. En el sacrificio, la generosidad y la entrega que esto supone. Si no son capaces de tomar la decisión, han de renunciar a ello de manera consecuente. Gran ejemplo de honestidad que tal vez nos falte en países desarrollados, donde la presión social y familiar está vigente demasiadas veces. Tiene que ser agotador que a uno, a partir de cierta edad le anden preguntando «y los niños, ¿para cuando? que se te pasa el arroz». Y no paramos a pensar que igual no está entre las ideas de alguien semejante hazaña.

Mientras la mitad del mundo lucha por un control global de la natalidad, la otra mitad intenta desesperadamente concebir una vida aunque para ello tenga que someterse a una carga hormonal altamente desproporcionada. Por un lado un ascenso pasmoso de abortos electivos y, por otro, la oración constante para un positivo en el test de embarazo. Claro desequilibrio natal que encierra el reflejo de una sociedad irresponsable. Un lugar cargado de exigencias personales y profesionales donde no hay espacio para compartir lo más valioso que tenemos: el tiempo. Sustituyendo éste por elementos materiales que nos apartan o nos aíslan.

No se necesita mucho más que unos brazos que den calor y una voz que calme y cuente cuentos para una crianza en armonía. Pero, claro, en tiempos hipercapitalistas el proceso de criar a un hijo se ha inundado de ofertas, de experiencias y sobre todo de gastos, de muchos gastos. Esfuerzo, tiempo y dinero. Sólo los padres somos los culpables de esta atrocidad, la de vernos presionados tal vez por falta de referentes. Ayyy, qué falta haría a esta sociedad haber leído a tiempo la preciosa novela de Luigi Bartolini Ladrón de bicicletas o verla en la adaptación al cine por parte de Cesare Zavatinni, para entender tantas cosas sobre la ejemplaridad hacia los hijos más allá del dinero. Qué necesario que un niño llamado Bruno detenga tu error con una mirada, un llanto o un apretón de manos y entender que lo haces bien sin tanta parafernalia.

Quiero, cómo diría Bob Dylan en su canción Forever Young que los hijos que una vez decidimos tener crezcan como hombres justos y valientes. Para que se mantengan firmes a pesar de la vida.

Canción que escucho mientras escribo: Forever Young - Bob Dylan.