Cruzábamos la mirada por encima de los ordenadores y exclamábamos: ¡Hay que irse! Era nuestra frase. Con ella coqueteábamos con la tentación de largarnos, enviarlo todo a paseo y desaparecer. Sonreíamos, él con esos ojos que achinándose me transmitían su complicidad, porque sabíamos que no lo íbamos a hacer. Amábamos nuestro trabajo, aunque el trabajo siempre fuera demasiado. Era el imperativo de un corazón soñador que añoraba la infancia. Nos encantaba esa película en la que los jóvenes protagonistas repetían con la lucidez de las horas previas a la resaca: «¡Vámonos a Cuenca!». Daba igual el sitio, la cuestión era irse, abandonarlo todo. Nuestra canción favorita era Camino Soria, que cantábamos a voz en grito en el coche de madrugada.

Me llega a través de un amigo el dato curioso de que, según el Libro Guinness, la expresión más repetida en la historia del cine de Hollywood es «vámonos de aquí’». No lo he comprobado porque seguramente se lo haya inventado como pretexto para reflexionar sobre esa desazón tan común que sentimos los adultos por la provisionalidad del presente, ese habitar un territorio que construimos a ciegas o que dejamos que otros construyan por nosotros. La sensación de perder el control de nuestras vidas. Él cree que esa expresión está desenfocada y solo nos lleva a dar vueltas sobre el mismo sitio porque en realidad el único viaje que cuenta es el del tiempo, y este es siempre un viaje interior.

Si no comprendemos eso, cualquier partida es solo una huida que nos llevará al final al mismo lugar. El verdadero viaje se planea desde el futuro. Su destino debería surgir entre la sorpresa y el asombro como una estación que emerge de repente entre la niebla, con el aspecto irreal de una promesa. No un refugio de la desesperación sino el hogar del alma.

Por la mañana, a las 09.00, la hora a la que empieza todo cada día, un coche aparca frente al colegio cerca de mi casa. Una mujer se apea y le abre la puerta a un niño que, con un beso fugaz y la mochila a la espalda, echa a correr a toda velocidad por la acera para bordear la verja del patio y, sorteando a otros padres con sus hijos, llegar en un instante a la entrada del colegio.

Me ha recordado al niño que fui, cuando salía del colegio y volvía a casa corriendo, un kilómetro sin parar. ¿Por qué corría? No huía de nada. No había ilusiones perdidas ni deseos, sino un simple estar en el presente. No había un aquí, sino un ahora. La felicidad era esa forma de correr porque sin ir a ningún sitio llevaba dentro todos los sitios.