Quizás no sea propio de mí el desánimo que impregna los artículos de las dos últimas semanas, pero me enfrento a situaciones que me provocan esa languidez anímica que trato de equilibrar con los milagros cotidianos que, por suerte y en mi entorno, también contemplo a diario. Si el sábado pasado me lamentaba por la falta de empatía de aquellas personas que resultan rudas o groseras de forma rutinaria, hoy elevo aún más este sentimiento hasta alcanzar la antipatía, el odio y, e incluso, el desprecio.

Y es que, aunque lamento enormemente reconocerlo, hay en la condición humana, y en el carácter mediterráneo, ciertas hebras de codicia, envidia y rivalidad que afean y envilecen nuestro temperamento. Aún recuerdo cuando, al comienzo de esta dilatada pandemia, la humanidad parecía haber hecho un frente común y los encierros rotos por los compartidos aplausos al caer la tarde pronosticaban una ciudadanía mejor; más humana, más social y más empática. Sin embargo, un año después, seguimos cómo estábamos. Tristemente, ni los muertos han conseguido cambiarnos; como profetizaba Abraham al joven rico que pedía que enviase a Lázaro a su casa para salvar a su familia en el Evangelio según San Lucas.

Así, contemplo a diario injustificadas y gratuitas faltas de respeto al ser humano que no pueden hablar más que de un oscuro y profundo vacío. Comportamientos que, como ha ocurrido con tantos otros, las redes sociales han popularizado y generalizado al dar un altavoz y un medio a todo el mundo. Que conste que no estoy en contra de este tipo de plataformas que, en parte, han contribuido a la democratización de la información; pero sí del mal uso que algunos individuos hacen de éstas. Creo que se están perdiendo las formas y que ciertos discursos del odio están calando en la población, provocando que la manifestación de una opinión contraria incluya y acuda, directamente, al insulto, a la ofensa y la injuria. No por discrepar o disentir se debe despreciar.

Sin embargo, se ha confundido la libertad de expresión con la absoluta ausencia de prudencia y discreción. Y si a esto se le suma la privación de cultura y educación y ese carácter cainita, del que a veces hacemos gala en este país, se cometen auténticos atentados contra el honor de algunas personas. No es necesario tanto odio gratuito. Y es que algunos, o algunas, no saben que no hay mayor muestra de honor y grandeza que la de quien manifiesta respeto y consideración por su rival.