Mi abuela Ana María, para sus nietos ‘la yaya María’, fue una mujer admirable. Trabajadora incansable, costurera, cocinera y excelente anfitriona. Abnegada, humilde y prudente, siempre ‘supo estar’ y aguantó estoicamente los golpes que la vida le propinó, desde la muerte de su hermano Juan en la guerra, y de su primogénita por causa de la fiebre tifoidea a los tres años de edad, hasta otros que jalonan la biografía de tantas personas de su generación (nació en septiembre de 1914), que hubieron de padecer el fratricidio de la Guerra Civil y sus consecuencias, y aunque guardó esa amargura en el fondo de su corazón, tengo en mi mente la imagen de su sonrisa, y su manera contagiosa de reír, y también de disfrutar de las cosas importantes de la vida, tan grandes y tan pequeñas: la familia, las flores que cuidaba con esmero, y los ocasionales viajes, para los que preparaba con ilusión una pequeña maleta que olía a naftalina y aventura. Recuerdo especialmente, además de nuestras salidas al campo, de las que siempre se traía un manojo de retama, una ocasión en la que nos acompañó en un viaje a Mallorca que se conserva fresco, con sonidos, colores, olores y sabores, entre mis más entrañables vivencias infantiles.

No pudo ir a la escuela, pero don Adolfo, de quien siempre hablaba con respeto, cariño y veneración, que fue padre del tristemente desaparecido Antonio Díaz Bautista, profesor de Derecho de la UMU, la enseñó a leer y escribir, y le gustaba hacerlo cuando sus múltiples ocupaciones se lo permitían.

Pasó su infancia y adolescencia trabajando en la huerta, en los secaderos de pimientos, y en las labores ‘propias de su sexo’, entonces tan duras. También ayudó a su abuelo a cavar la cueva que aún está en pie y que sirvió de establo para los animales que criaban para consumo propio, y también el pozo en el que los adultos introducían un balde de zinc que salía rebosando agua fresca en medio del tórrido verano murciano.

A los niños nos estaba prohibido, por higiene y por evitar el peligro, asomarnos al pozo, bordeado de olivos y paleras, del que únicamente bebía la abuela Celedonia, aunque lo intentábamos por ese magnetismo que conllevan las prohibiciones y los misterios. Cuando las calles del pueblo se pavimentaron desapareció bajo la lengua de asfalto, y con él una parte de nuestra infancia.

En la posguerra mis abuelos se mudaron a Barcelona con sus hijos, en busca de un mejor futuro y del pan de cada día, y mi abuela, con mucha fatiga, consiguió adquirir un pedacito de suelo donde levantar la casa que con aún más dolor vendió años después para volver al pueblo del que por la fuerza había partido.

No solo fue abuela para sus nietos, sino que también ejerció de madre de muchos de nosotros, particularmente de los hijos de mi tía Celia, por la proximidad de su vivienda, pero también ocasionalmente de mi hermana Ana y de mí, cuando intervinieron de urgencia a mi madre, en alguno de sus contados viajes con mi padre y cuando, ya trasladada nuestra residencia familiar a Murcia, hubimos de terminar el curso antes de unirnos a mis padres y mi hermana menor.

Mi abuela valoró mi esfuerzo y mis logros. Me compró una mesa para que pudiera estudiar cómodamente, y se enorgulleció de ver cómo una nieta suya obtenía una licenciatura, y después una beca de investigación, y me acompañó cuando defendí mi tesina, en el año 92. Era su manera de demostrarme sin palabras su admiración, que era mutua, porque ella, como Atlas, llevó siempre sobre sus hombros todo un mundo.

Como muchos, ignoraba la fecha precisa de su cumpleaños, pues el registro de los nacimientos se demoraba entonces por las dificultades de desplazamiento y las largas jornadas de trabajo, pero en su lugar celebraba el día de su santo, en el que preparaba una horchata de almendra como no he probado otra. El día de su muerte tampoco se me olvidará nunca: 21 de abril de 1995. Me sorprendió en un Congreso en Salamanca, y tan pronto me dieron la noticia regresé a casa, con el tiempo justo para poder velarla.

El 21 de abril es también el día en que se conmemora la legendaria fundación de Roma. Este año hemos hecho coincidir el día con la celebración de una edición más del acto reivindicativo en defensa de nuestra tradición literaria «Yo conozco mi Herencia, ¿y tú?», y con el homenaje a otra mujer admirable, pionera en tantas cosas, Francisca Moya del Baño.

Mi abuela, con su ejemplo, me enseñó que las cosas no siempre salen como desearíamos, y que tampoco agradan a todo el mundo, pero que hay que poner en ellas siempre nuestra mejor intención. Ese fue su verdadero legado.