La otra noche, mientras veía en la tele la película El crimen de la calle Bordadores, de Edgar Neville, recordé los viejos aparatos de televisión que había en nuestras casas. Ahora me río, pero qué rabia daba cuando en lo más interesante del programa que estábamos viendo, la imagen comenzaba a rotar por la pantalla, aumentando paulatinamente la velocidad, hasta convertirse en un torbellino. La única solución técnica reconocida era propinarle en el lateral del aparato una palmada fuerte y seca que volviese a serenar la imagen. Y funcionaba. En cada casa había un especialista en el asunto. Yo recuerdo que, hartos de darle sin éxito puñetazos al televisor en el lado, mi padre decía: ¡Dejadme a mí! Se levantaba de su sillón, se remangaba la manga derecha de la camisa, cerraba el puño y se dirigía con gesto de mala leche hacia el aparato… ¡Vaya si lograba serenarlo!