Una consecuencia notoria de esta pandemia es la creciente ola de cursilería que aflora por todas partes. También –cómo no– en la poesía o en el arte. La cursilería puede ser reflejo lógico de carencias o desequilibrios emocionales por todo lo que ha implicado la pandemia, pero también refleja una pérdida de criterio propio o de firmeza de carácter y esto es algo que ya se percibía de manera progresiva y generalizada mucho antes de que ésta se produjera.

Caer en la cursilería es como caer en una especie de ‘sopa’ de frases hechas, de códigos consabidos, de teatralización de sentimientos; es decir, de su manifestación o exposición pública con todo lo que conlleva de escenificación, tramoya o incluso, según se trate, de efectos especiales. Una sopa que se remueve, ebulle y se retroalimenta en las redes sociales como en un medio o hábitat ideal.

En contra de la opinión más común, cursilería no es sensibilidad y sensiblería tampoco es exactamente sensibilidad.

La cursilería te aboca al kitsch, tanto en lo estético como en las formas de pensamiento que a su vez inducen formas o modos kitsch de hacer y de actuar. Y entre lo kitsch y los conceptualismos duros, exigentes o ‘cool’ (humo discursivamente empaquetado: la cultura del packaging), intentamos sobrevivir en esa otra gran sopa del arte contemporáneo. A todo esto, podríamos añadir la banalidad-ambiente y los tradicionales oportunismos de los artistas e intelectuales ‘de palacio’, tan bien descritos por Pasolini.

La cursilería es enemiga, por exceso, de la sensibilidad y a menudo del trato inteligente, y tergiversa y vuelve cursi todo lo que toca o trata: ya sea un paisaje, un atardecer, una relación o un pensamiento. Cargar con nuestra mirada cursi un atardecer, por ejemplo, no es más que proyectar esa teatralización de la vida y sobre todo nuestro ego sobre algo que sucede totalmente ajeno a nosotros, como aquella célebre «indiferencia de los árboles a la Historia». Supone una vez más proyectarnos confortablemente sin salir de nosotros mismos. El afuera, lo abierto, suele dar miedo en una sociedad que siente temor o recelo ante la indefinición de las cosas y por tanto ante los espacios y entornos sin clasificación ni uso determinado. En otro orden de cosas, cada vez más, los discursos se cargan intencionadamente de emocionalidad con coletillas o muletas que, como el kitsch, buscan agradar a todos.

Hace muchos años Abraham Moles en su libro El kitsch: el arte de la felicidad citaba cinco principios básicos referidos a los objetos kitsch (véase después lo fácil que sería trasladar estos principios o características a posibles pensamientos kitsch o a lo kitsch como forma de pensamiento y de comunicar). El primer principio o característica sería su distanciamiento con la funcionalidad: los objetos (o los pensamientos) kitsch están bien y mal acabados a la vez o bien formulados pero desde una concepción original tergiversada. El segundo principio es el exceso, la acumulación, algo que encaja a la perfección con esta sociedad que promueve precisamente el exceso y la acumulación. La tercera característica sería la percepción simultánea de diferentes sensaciones. La cuarta, la mediocridad, porque el kitsch nace por y para las masas y debe gustar por encima de cualquier otra consideración, por lo que encuentra un óptimo acomodo en las redes sociales de los likes y en esos entornos –digitales o no– donde todo es apariencia, representación y búsqueda de una visibilidad que corresponde a su vez a la angustia inducida por no ser nadie; entornos, ambientes, donde el papanatismo prima soberanamente sobre la inteligencia y el mal gusto o la mera búsqueda del impacto se suele confundir con el arte. Y finalmente, el principio de ‘confort’: los objetos, el arte, los pensamientos kitsch no plantean conflicto alguno al espectador o al consumidor y, llegado el caso, al gestor político o cultural de turno.

Una característica habitual de esta estética que también induce comportamientos, es el abuso de apariencia o de retórica visual.

Como las abundantes sobreactuaciones plásticas o arquitectónicas, por ejemplo, que corresponden a una sociedad que como antes decía bendice la acumulación y el exceso, y ha ido produciendo una progresiva sustitución de modos y valores de una población hipnotizada por la idea de modernidad o de ‘sobremodernidad’, como ha escrito José Luis Pardo, y de un progreso entendido como mero crecimiento sin control y sin medida. Un modelo que ha contagiado barrios y poblaciones con formas y soluciones correspondientes a otras épocas o a otras latitudes, o con propuestas de falsa apariencia, con materiales que simulan otros más nobles, como falsas mamposterías, mármoles, etc, o el brillo de lo pulido, lo techno, entendido como el súmmum de la modernidad: en definitiva, el cartón-piedra, o también lo kitsch como paradigma de la apariencia y ostentación de un supuesto éxito social.

En esta región, si éticamente nos ahogamos en los excesos de corruptelas, nepotismos, amiguismos, etc, estéticamente nos ahogamos en kitsch, como también el Mar Menor se ahoga por otros excesos…

Pero escribía Gadamer en La actualidad de lo bello que «el kitsch lleva en sí mismo siempre algo de esmero bienintencionado, de buena voluntad, y sin embargo, es lo que destroza el arte». Así que enternecidos por esa supuesta buena intención, perdonemos a los cursis porque no siempre saben lo que hacen, pero además, porque visto lo visto, no nos queda otra.