Dos días ya lloviendo sin parar cuando escribo estas líneas. Es la segunda o tercera vez ya en lo que va de primavera que podemos disfrutar de la rareza de dos o tres días seguidos de lluvia sosegada y continua, que tiene aquí en el sur cierto sabor excepcional. Su sonido detrás de la ventana nos resulta tan veraz e irreal como el reloj en la habitación de al lado, cuando dormíamos en casa de los abuelos.

La lluvia tiene olores que no pueden comprarse en los mercados ni en los zocos, pero pueden guardarse en la memoria, como el ruido de árboles movidos por el viento, o el color pegajoso de la atmósfera justo unos minutos antes de que llueva. Todo se llena entonces de ese aroma especial que no puede encontrarse en otra parte, como una mezcla de licores dulces: la tierra mojada, las hojas lavándose, el aire... en fin, no sé.

La lluvia tiene efectos extraños en nosotros: nos mira no sabemos si con simpatía o con benevolencia, pero es cierto que nos embota y aplaca, nos transforma, nos vuelve romos, apáticos, hasta el punto de que la gente piense que nos hubiéramos fumado un par de porros o esnifado un diazepam después del desayuno.

A muchos les encanta fumar mientras la miran en las ventanas de levante o poniente, que dan a la terraza o al camino de entrada de la finca; otros casi preferimos verla desde las que asoman a norte o mediodía, a ese aparcamiento disuasorio y —unos metros más allá— al jardín del barrio: las terrazas lucen hermosas bajo la lluvia, pero desde estas podemos ver las palmeras del jardín, los braquiquitos de la avenida o las robinias de la entrada, a la gente que va y viene a coger o dejar sus coches y —si asomamos un poco la cabeza— alguna rara y enorme casuarina.

Ahora el sol, a punto de ponerse tras las nubes, lo inunda todo de una luz como fantasmal, amarillenta, que en apenas dos o tres minutos va diluyéndose, convirtiéndose en una breve mancha hacia el oeste. La noche se prepara para asentarse y ocupar su espacio. Los árboles parecen observarnos con piedad o indiferencia mientras seguimos embobados mirándolos también mover sus ramas y sus hojas levemente mecidas por el viento.

Y seguimos solos, absortos, apaciguados, extrañamente en paz con nosotros mismos a pesar de los otros nubarrones, las tormentas interiores que estos últimos meses nos acompañan a donde quiera que vayamos. Dos días ya de lluvia exterior y de paz en nuestras conciencias, como si fuéramos nosotros quienes —vueltos nubes— hubiéramos decidido vaciarnos por completo de nosotros mismos, cayendo en forma de lluvia sobre todo, sobre todos...