Y te sientas en una terraza al sol, al lado hay una señora sola, podría ser ella dentro de veinte años, con un doble de cerveza, con cara de paz, alguien la saluda y tras pedirse un vermú se le acerca y le pregunta por Roberto. Ella con voz serena y casi susurrando dice: Roberto falleció. Se hace el silencio, quien se acerca a preguntarle se queda sin palabras mientras ella le dice: Hay que seguir. Vivir es lo que nos queda.

Algo se me encoge por dentro, suena de fondo el Tío Borrico, cantando una bulería por soleá. Estoy en Bodegas Alfaro, hace sol y mientras todos vivimos deprisa, Roberto se ha ido, también la señora que tenía a mi lado y pienso en ella. Pienso que al abrir la puerta de su casa debe sentir un enorme vacío.

Manuel es de Jerez, está cantando en la barra mientras me pone un doble y sale con el móvil a mandarle un audio a algún amigo, imposible no escucharle decir que su padre ha muerto, y algo vuelve a sacudirme.

Manuel tiene un programa en Radio Clásica de Radio Nacional. Se llama Las Cosas del Cante, habla de una de sus pasiones, el flamenco, tiene puesto el programa de esta semana de fondo, me cuenta que habla sobre El Agujetas, ‘el John Ford del flamenco’, se siente muy orgulloso porque en el quinto aniversario de su muerte nadie le había hecho un homenaje, sólo él, Manuel. Es una gozada escucharle hablar, me gusta sentarme a tomar algo y preguntarle, es el alma de una tasca castiza de Madrid abierta desde el año 1929. Al otro lado de la terraza hay una chica, con un perro, un golden que me recuerda a mi querido Gol que murió hace ya siete años. Ella lee la revista Panenka; yo siempre seré de Líbero. Me sonríe mientras toma un vermú y yo escribo esta columna.

Después de varios días sin salir de casa, mirar a mi alrededor unos minutos, ver la vida pasar me ha devuelto al mundo y me ha sacado del bucle, ese que cada uno vivimos, centrados en los problemas y absurdeces de nuestra rutina de la semana, mientras esa señora sentada a mi lado ya no comparte su vida con Roberto, o Manuel echa de menos a su padre. ¡Qué importante es mirar a nuestro alrededor y sonreír a través de nuestra mascarilla a quién tenemos al lado, sea quien sea! Detrás de cada persona hay una historia, porque todos tenemos letra pequeña. ¿Cuál es la suya? ¿Cuál es su historia?

La que vengo a contar esta semana va de haber estado encerrada en casa varios días sin salir. Teletrabajando, disfrutando de largas duchas de agua hirviendo, durmiendo fatal y escuchando la nueva canción de Lori Meyers. Va de haberme sentido muy feliz al leer muchos mensajes llenos de alegría por las vacunas que han recibido vuestros seres queridos y cómo detrás de cada mensaje hay una luz al final de túnel llena de abrazos y besos.

Endorfinas, oxitocinas, serotonina y dopamina, química de la buena, el cuarteto de la felicidad. Según los expertos, la hormona de la felicidad se activa riéndose, comiendo picante, escuchando música o bailando, involucrándose en situaciones placenteras o abrazándose a alguien.

Era Agredano quien me sacaba la primera carcajada de la semana reivindicando el pajeo fino, porque el onanismo también nos da la felicidad, tengo pruebas y ninguna duda a pesar de no tener el popular Satisfayer ni falta que me hace, pero este melón ya lo abriremos otro día.

He vuelto a los fogones y ahora que está tan de moda la merienda cena, la otra tarde me preparé una hamburguesa de ternera con queso brie y piparras, del picante les puedo hablar poco, sé que picaba pero mi gusto tras el covid me ha vuelto inmune a los sabores más salvajes, sin embargo cuenta para lo de la química y la felicidad.

No he dejado de bailar y escuchar música, en una semana en la que el sonido Lori Meyers ha vuelto a nuestras vidas. Y estoy segura de que todos los que nos hemos puesto sus discos, por unos minutos hemos vuelto mentalmente a los días de festivales, a sonrerír recordando sus conciertos, rodeados de los de siempre y pegando botes sin parar.

Siguiendo con la lista de cosas que activan la felicidad, lo de involucrarme en una situación placentera, esta semana lo he experimentado varias veces, tras unos días de aislamiento en casa, una ducha de agua hiriviendo y un paseo por el Madrid de los Austrias después, tuve una de esas citas que te devuelven a casa con una sonrisa. Me siento una privilegiada al disfrutar de la compañía de Pilar y Koldo, dos amigos, una andaluza y un navarro que cada día se dejan la piel en la Cámara Alta. Hablamos de lo adictivo de la política y cómo engancha, hablamos de los entresijos de las intervenciones y la brillantez de sus discursos que en ocasiones llevan una gran carga emocional que les mueve por dentro, ante la crispación que vivimos en los últimos tiempos. Hablamos de la política como vocación de servicio para mejorar la vida, hablamos de la importancia de volver a lo importante y la importancia de ayudar, hablamos del acento y Lola Flores, hablamos de Califato 3/4, Rocío Jurado y Azabache en la Expo de Sevilla, hablamos de ligar y desprender follabilidad, en una de esas noches de primavera en la que el toque de queda nos devolvía a casa pronto para no tener que lamentar una gran resaca al día siguiente.

Pero no ha sido la única situación placentera de esta semana. No encontré mejor forma que celebrar el Día Mundial del Arte que paseando por el Museo Thyssen. Dos horas y media admirando parte de la colección permanente abierta al público en estos tiempos de pandemia, Canaletto y sus paisajes venecianos, Santa Catalina de Alejandría de Caravaggio o una bailarina de Degás me hacían disfrutar de la tarde del jueves. Salía pasadas las siete del Thyssen de vuelta a casa, dando un paseo sin prisa, pensando en esta frase: «He admirado la espléndida capacidad que tienen las obras de arte para emocionar y unir a los seres humanos. Siempre he sentido que el arte no es para uno solo y que debe ser compartido». Mis aplausos, baronesa, y agradecimiento infinito por el chute de oxitocinas.

Ya sé lo que piensan, que me queda abrazar a alguien para completar la lista de cosas que nos activan la hormona de la felicidad. Les prometo que no contaba con el giro de guion y cuando menos te lo esperas, recibes un mensaje con una ubicación que te hace dejar todo lo que estás haciendo. A escasos cien metros, toda la química del mundo me esperaba en forma de beso y abrazo. Uno de esos en los que cierras los ojos, te pones de puntillas y te quedas. Escasos minutos, algo fugaz, que no quise ni pude evitar. Cien metros y toda la química del mundo, merecieron la pena para activar la hormona de la felicidad o mejor, para vivir y contar algún día cual era mi letra pequeña, o contarles una historia.

Vivir es lo que nos queda, como decía la señora de al lado de mi mesa, mientras sonaba el Tío Borrico cantando una bulería por soleá.