La Naturaleza, exultante, mediado el mes de abril y tras unos días lluviosos que parecían querer llevarnos de vuelta al invierno, cubre en esta época la tierra con su manto de flores, reventando incluso los arcenes, y buscando salida en el propio asfalto, donde asoma la vegetación por el más mínimo resquicio.

La vida se abre paso en forma de correhuelas, dientes de león y jaramagos, mientras los vinagrillos tapizan el suelo de la huerta murciana, alfombrándolo y contrastando con el amarillo de los limoneros, perfumados ahora de un inconfundible y embriagador aroma, y vestidos por la blancura inmaculada de la flor de azahar, que los engalana y los muestra a nuestros ojos como si estuviesen nevados.

Pronto será el turno de las amapolas y sus vaporosas minifaldas, que ya empiezan a asomar tímidamente en algunos lugares: en Benízar nos esperaban hace unos días, junto a los sensuales lirios morados y blancos, y a las higueras, ondeando en el extremo de sus ramas verdeantes banderas de paz sobre su piel de paquidermo. Esta explosión floral nos contagia de alegría y propicia y potencia las ganas de volver a compartir, porque estamos hechos para eso, para interactuar con otros seres humanos. Como Aristóteles dijo en la Atenas del siglo V a. C., somos hombres sociales (él escribió ‘políticos’, en tanto miembros de la polis, que no es sino la ciudad, de modo que podríamos decir que se refirió a que somos ciudadanos, con lo que ello implica). Respecto al término ‘político’, tan devaluado, mejor dejarlo para otra ocasión. Es una pena que la palabra se haya pervertido y contaminado de connotaciones negativas, como lo es que paguen todos por unos pocos. Una lástima y una vergüenza.

El hecho de que la amenazante cuarta ola que se anunciaba parezca haber pasado de largo en Murcia, como suelen hacerlo las lluvias, y el que, salvo momentos puntuales, en general, y según parece, progrese adecuadamente la administración de la vacuna, nos hace albergar la esperanza de que por fin se ve el final de un túnel demasiado largo y oscuro. Aunque es necesario que continuemos siendo cautos y precavidos, y que no alcemos las campanas al vuelo, los planes para reunirnos, para reír y disfrutar rivalizan con la moderación y la contención obligadas durante tanto tiempo.

Qué resultará de esto, cuando por fin sea un mal recuerdo, está aún por verse.

Algunos, estableciendo paralelos con lo que ocurriera hace justamente un siglo, cuando a resultas de la mal llamada ‘peste española’ se desembocó en lo que se conoce como ‘felices años veinte’, auguran una época de desenfreno como reacción natural. Aunque ‘felicidad’ y desenfreno no sean precisamente sinónimos.

Sería bueno que los espacios naturales descansaran un tanto de los seres humanos que, privados de otros lugares de asueto y esparcimiento, los han invadido, pero tal vez muchos en otras circunstancias no hubieran llegado al encuentro con montes y llanos. Apartados de la fuerza centrípeta de los espacios urbanos y los centros comerciales, hemos encontrado una alternativa de ocio más satisfactoria: la comunión con el medio natural. Ojalá se traduzca en un respeto mayor por nuestro hábitat, y una toma de conciencia de que debemos cuidarlo no solo porque sea nuestra obligación hacerlo sino porque en ello estriba ni más ni menos que nuestra supervivencia. Somos una mota de polvo, ‘dust in the wind’, remedando el título de una de mis canciones preferidas, y nos creemos con el poder de pulverizarlo todo.

Como el hijo pródigo, hemos regresado. Probablemente seremos recibidos, una vez más, como lo fue él. Pero deberíamos aprender la lección y rectificar, siguiendo el ejemplo de los sabios. Persistir en el error, no solo es de necios, egoístas e insolidarios, sino además de suicidas. El modelo de mirarse el ombligo perpetúa en las generaciones sucesivas un esquema que las condena a una rueda de causas y efectos concatenados.

Homo sum, nihil humani a me alienum puto.

Son palabras de Terencio, comediógrafo latino del siglo III a. C., que podríamos traducir así al español: «Soy humano y nada de lo que le ocurra a otro ser humano me resulta ajeno». Huelga decir que esto no es siempre ni para todo el mundo así. Otro gallo nos cantaría si la solidaridad fuese una máxima universal que ocupase el lugar del egoísmo que muchas veces por desgracia impera, y que demuestra que el afán de poder, de dominio y de posesión pueden llegar a ser ilimitados.

Soy optimista, y pienso que no dejarán de existir individuos capaces y dispuestos a asumir un peso que repartido sería menos gravoso. Gracias a la generosidad y entrega de unos pocos es posible que muchos nos beneficiemos, pero no estaría de mas que los que no ayudan, al menos, no estorben. Todos podemos poner nuestro granito de arena, pero hay que querer hacerlo.