Ha sido una semana redonda para la República, por la circularidad del 90 aniversario y porque el sorprendente Pedro Sánchez despertó al Congreso con una encendida loa republicana. El líder socialista omitió una referencia monárquica simétrica, en un desequilibrio que obliga a plantear qué estadísticas maneja para exhibir con tanto desparpajo su sentir íntimo, y cuál es el grado de desgaste de la maltrecha relación entre los Jefes de Gobierno y de Estado.

Por reducir la situación a su mínima expresión, Felipe VI se encuentra solo. Se ha aislado por propia voluntad para limitar daños, pero esta soledad milita en franca contradicción con la esencia monárquica, según se intentará demostrar. El principal aliado del Rey no son las tristes experiencias del sistema de Gobierno alternativo, irrelevantes para una afición entregada a Rociíto y Miguel Bosé. Por fortuna para La Zarzuela, el inesperado himno republicano de Sánchez no oculta que la invocada antes que evocada Segunda República se halla más cerca de la actualidad que la Tercera.

De Gaulle escribió sobre Albert Lebrun, su predecesor en el Elíseo durante los años treinta, que «como jefe de Estado le faltaron dos cosas, ser un jefe y que hubiera un Estado». Las condiciones naturales de Felipe VI para desempeñar la jefatura no parecen plenamente desarrolladas, aunque le favorece el dato biográfico de ser veinte años más joven que Carlos de Inglaterra, un heredero que todavía no ha accedido al trono. En cuanto a la vigencia estatal, es disputada en cada sesión parlamentaria por los partidos de derecha, asfixiados por la generosa representación nacionalista.

El estallido del bipartidismo demuestra que la decepción no siempre cursa encumbrando la opción antagónica, sino que puede conducir a la fragmentación vigente. Ahora bien, ni la jefatura del Estado puede ser compartida ni la monarquía tradicional autoriza, como su propia continuidad indica, a un Rey desligado de su entorno familiar. Nadie lo expresó mejor que el irreprochable regalista José María de Areilza, en entrevista concedida a Baltasar Porcel y publicada por la revista Destino, con Franco vivo y lejana la ley del divorcio de Fernández Ordóñez.

El futuro ministro de Exteriores y frustrado presidente del Gobierno le explicaba al escritor mallorquín que la monarquía «se trata de un sistema basado en una institución tan extendida y arraigada como es la familia. Una familia encarna simbólicamente la nación y la perpetúa a lo largo de los siglos». En contra de la doctrina actual que desprecia a los familiares del Rey como una adherencia molesta con inclinación manifiesta por las prácticas corruptas, refuerzan el tronco según demuestran los intrincados árboles sucesorios. En esta semana republicana, el personaje político más glosado también en España se llama Felipe de Edimburgo, de cargo inconcreto pero fundamental a la sombra de la jefatura del Estado. Amén de primo tercero de su esposa Isabel II, y pariente de Sofía de Grecia.

La monarquía es un asunto familiar. El Rey aislado es un experimento más inverosímil que la restauración de la Corona, además de que toparía con notables dificultades en la parodia de un diálogo socrático:

-¿O sea que Felipe VI rompe con su padre Juan Carlos I?

-Así ha ocurrido, Sócrates.

-Luego hay una ruptura fundamental en vida con el régimen de la Constitución de 1978.

-No, hay una continuidad sin traumas entre Juan Carlos y Felipe.

-Por tanto, esta fluidez transmite a Felipe los vicios de Juan Carlos.

-No, Felipe solo ha heredado las bondades de su progenitor.

-No sé qué pensarían Mendel y sus guisantes de esto, podemos preguntar a los genetistas que han invadido los platós.

-Y no olvides, Sócrates inquisitorial, que Juan Carlos tuvo enfrente al auge del 15M cristalizado en Podemos, una fuerza malévola y decisiva en su abdicación.

-¿Defiendes entonces que Podemos fue cruel con la monarquía de Juan Carlos I?

-Me parece evidente que así es.

-Entonces, Podemos facilita la llegada de Felipe VI, tan ansiada por todos.

-No, Felipe VI llega gracias a los editorialistas de Madrid que, un mes antes de la abdicación, sostenían que Juan Carlos I se encontraba en su mejor momento para empuñar el cetro.

En un avance decisivo, los desmanes económicos han revertido la canonización en vida de Juan Carlos. Sin embargo, la perpetuación «a lo largo de los siglos» según Areilza de la familia dinástica impide desligar al hijo del padre. El daño que la mala cabeza del último rey del siglo XX y primero del XXI haya infligido a la monarquía, dista de ser una cuestión personal. La esencia misma de la institución le impide reabsorberlo, para purgarlo individualmente.

La cacareada ejemplaridad respecto al resto de los ciudadanos, un residuo racista, se predicaba colectivamente. Ahora se aprecia el error de permitir que Juan Carlos I se nombrara asimismo y a sí mismo Rey «vitaliciamente» en 2014 (el BOE debió corregir en «viciadamente»), en «gratitud por décadas de servicio a los españoles». Firmado: Juan Carlos R.