El hombre, al estar jubilado y obligado a levantarse toda la vida a las siete de la mañana, o antes, el lunes se terminó de arreglar a las 9.05, y fue a ver el teléfono móvil a la mesa de la cocina, porque él nunca se lo lleva al dormitorio por la noche, que leyó en un periódico, en unas declaraciones de uno de los miles de médicos que son consultados estos días, que tener el móvil cerca por las noches es malo para la salud, porque las ondas que esparce se te meten en los sesos y te los hacen harina.

Entonces vio que tenía una llamada perdida de un número desconocido pero que comenzaba por 968, o sea, que aunque nunca devolvía una llamada perdida a un número desconocido porque leyó en un periódico unas declaraciones de uno de los miles de tecnólogos que salen en la tele hoy en día, que aconsejaba, casi ordenaba, que nunca se marcara un número desconocido de una llamada perdida, aun así, decidió llamar y, cuando ya estaba pensando que un ladrón tecnológico le iba a robar la pensión y los pequeños ahorros con los que contaba, escuchó una voz de hombre joven que respondía: ‘Sí’, en un tono que le dio confianza, fíjate tú.

‘Soy fulanito de tal’, dijo el hombre, ‘usted me ha llamado hace unos minutos’, añadió. ‘Sí, he sido yo. Usted nació en el año tal, ¿verdad?’ (no digo el año por no señalar) le preguntó la voz. ‘Sí’ fue la respuesta. ‘Pues entonces sepa que le ha llegado la hora de vacunarse contra el covid19’. Su cita es el próximo jueves, a las 12.32 de la mañana, en el sitio cual’.

Un torrente de emoción recorrió de arriba abajo y de abajo arriba el cuerpo gastado, pero todavía solvente a base de pastillas para la tensión, la próstata, el colesterol, etcétera, del jubilado, que había pasado tres meses confinado, tres semiconfinado, cuatro en libertad provisional para hacer las compras y evitar que le ocurriera lo que ya le había ocurrido todo ese tiempo muerto: que hiciera por vía telemática una compra a un supermercado y pidiera una cosa y le trajeran otra, parecida, pero más cara. Dio las gracias varias veces, dijo adiós, volvió a decir ‘gracias’ y terminó la conversación. Se sentó en una silla, el corazón latiéndole bien fuerte, y se dijo a sí mismo que todo llega, pero que hay que ver lo que ha tardado ‘todo’ esta vez. También pensó en lo mal que lo había pasado, en esta época de horror que había vivido, conociendo que aquel amigo que estaba en la residencia se había ido al otro barrio en compañía de muchos otros miles, y la tremenda preocupación por los hijos y los nietos, algunos de ellos que habían sufrido la enfermedad, aunque no muy grave. ¿Sería posible que esto se fuese a acabar?, ¿realmente va a ocurrir que pueda volver a una vida más o menos normal?

Los días siguientes fueron dedicados a pensar en el jueves. Extrañamente, una de las rumias más recurrentes era la de qué ropa ponerse para que la persona que le administrara la vacuna no tuviera que esperar, o que se creara una situación violenta, como las que había visto en la tele: una señora de más de noventa años en sujetador porque había tenido que quitárselo todo, un hombre con una camiseta interior de manga larga que no había manera de subirla, la manga, etcétera. Decidido el hato, por fin llegó el jueves. A las 11.30, una hora antes de la cita, se subió al coche porque el lugar de la vacunación estaba bastante lejos de su casa. Llegó, y, cuando esperaba una gran cola, vio que solo tres personas estaban delante de él.

Las funcionarias fueron muy amables, y de inmediato pasó a una sala donde tres enfermeras administraban la vacuna. La que le tocó a él le pinchó mientras charlaba con sus compañeras. ‘Ya está’, le dijo, y ese ‘ya está’ le produjo tal alegría al jubilado que estuvo a punto de plantarle dos besos a la enfermera. Pero se contuvo, y se fue a su casa absolutamente exultante. ‘¡Estoy vacunado!’, se dijo. ‘No me lo puedo creer’, añadió.