Son las 23.00 horas del jueves 15 de abril, escribiendo como siempre a última hora, la luz tenue, la soledad de la casa, la lluvia cayendo fuera y el sonido de la respiración de mi pequeño que duerme a mi lado me dan la paz que hoy necesitaba. Ha sido un día frenético levantada desde las seis y media de la mañana para conseguir llegar no mucho más tarde de las nueve a la guardería con la casa recogida, el niño desayunado y yo, más o menos, aseada y arreglada. Seguro que más de una se siente identificada. Trabajo toda la mañana para volver a recoger al niño e intentar comer algo rápido mientras consigo que él también lo haga e, inmediatamente después, salgo disparada porque tenemos cita para hacer el DNI (que he perdido junto al resto de tarjetas y documentación esta semana) y, aprovechando la excursión, hacérselo también al peque. No elegí el mejor día para tales recados familiares, no me gusta que llueva cuando voy a estar casi todo el día fuera de casa. Cuando llegamos a la comisaría había más de una hora de retraso y por las medidas anti-Covid nos tocaba esperar fuera con el paraguas. Nos hemos tenido que armar de paciencia para aguantar a un pequeño de un año y medio en tales condiciones.

Cuando por fin pensaba que el drama había acabado, el rostro hastiado de la persona que iba a atenderme desvelaba que quizás estaba equivocada. Mi hijo gritando y corriendo por las dependencias mientras ‘El hombre del Renacimiento’ intentaba reducir el impacto de su presencia en la sala no contribuían a que consiguiese estar relajada. Pese a todas estas circunstancias, que pueden ser objetivamente molestas, había conseguido mantener la calma. Sin embargo, como creo que ya he comentado alguna vez, hay pocas cosas que me irriten más que la gente mal educada. Mi interlocutor, que quizás también tenía un mal día, me ha faltado al respeto de forma reiterada, con un tono chulesco y burlón que, sinceramente, creo que con un hombre no hubiera utilizado, y una falta de empatía que, afortunadamente, hacía muchísimo tiempo que no me encontraba. No pretendo que sea simpático, solo correcto en el trato y eficaz en su trabajo.

Sin responder a sus provocaciones y con la mayoría de mis gestiones frustradas, reconozco que, por momentos, la impotencia me ahogaba la garganta y en ese mismo instante he reparado en lo trascendental y poco valorada que puede ser la amabilidad cotidiana.