"El ganador se lo queda todo", decía Abba. No sé tú, pero a mí esta canción junto con Dancing Queen me encanta. Ya sabes mi gusto por lo friki.

Pero esta historia no sólo cuenta cómo el ganador, los ganadores más bien, se lo llevaron todo aquella vez, sino de cómo quien perdió se quedó mirando, sin saber aún en qué momento empezó a perder.

Días atrás, la chica había recibido una carta muy importante. Ella sabía que, si en el encabezado figuraba el emblema de Asuntos Sociales no era precisamente porque le hubiera tocado un premio. Cada vez que recibía una de esas le recorría un escalofrío. Esta vez, más todavía, ya que ahora la citaban un día a una hora.

Era una chica fantástica siempre que no estuviera borracha, cosa que por desgracia ocurría a menudo. Sus borracheras eran las propias de quien sufre ese hábito, con amistades estrambóticas y costumbres ruidosas. Y era de largas jumeras. A la vista de sus tres hijas, de tres padres distintos, se ve que la chica no perdía su encanto ni borracha. A la más pequeña de las tres oí que no había llegado nunca a tenerla bajo su tutela. Después de permanecer bajo el amparo de los servicios sociales, a los seis meses fue dada en acogida a una familia, que posteriormente también acogió a las otras dos, de siete y diez años, que habían permanecido todo el tiempo con la madre «porque eran más mayores». Me pregunto si alguien es lo suficientemente mayor para ver a su madre tirada en el descansillo de la escalera, durmiendo la mona. En aquellas ocasiones de juergas locas de la chica, los vecinos atendían a las niñas, les daban de comer, les ponían ropa y cuidaban de que se acostaran. Que se preocupasen también de que fueran al colegio era ya pedir mucho, y aunque las castañas que agarraba la chica no le solían durar más de dos días, por ahí se empezó a descubrir el pastel del abandono que sufrían las niñas.

Así que la chica se preparó para acudir a la cita que decía el papel. Iba nerviosa y se olía algo, pero nunca del calibre que luego supo. A mí me dieron ganas de pelear por ella en plan madre coraje. Siempre he pensado que la peor madre del mundo es la mejor para sus hijos. Y esta mujer sería una enferma, seguro. Pero cuando estaba bien sí que cuidaba de sus hijas. Se me partía el corazón de ver que la pobre no sabía que habían supuesto todas esas cosas que le habían estado notificando durante varios años, y que ahora se resumían en la carta. Ponte a explicarle ahora que las hijas a las que veía regularmente estaban no sólo debidamente atendidas con su familia de acogida, sino que estaban más a gusto allí, que preferían estar con ellos que con ella, que nunca habían conocido la tranquilidad de un hogar y que no querían volver ni locas a lo de antes. Encima esta gente había iniciado, hacía mucho, un proceso de adopción de las tres juntas.

Ella creía que no estaban con ella porque no tenía trabajo. Ni remota idea de qué era la patria potestad sobre las niñas, ni menos aún que ya no la tenía, desde hacía tiempo. El hecho ver a las niñas, que para ella era la prueba de que seguían siendo suyas, sólo formaba parte del proceso de desconexión. Las había parido, pero ya no era su madre, ni en los papeles ni en el corazón.

Lo supo cuando vio que la señora que había estado, todo el tiempo, sentada en un banco en la puerta de la sala, balanceándose sobre sí misma y como rezando, apretando contra su boca la medalla que llevaba al cuello, fue a quien las niñas corrieron nada más salir de la sala. Nunca estando con ella se habían tirado a besarla así. Tampoco ella había rezado y sufrido por sus hijas como había hecho aquella señora. Salieron de la sala los padres adoptivos. Esa gente que quería a sus hijas.

Antes de que le llamaran para entrar a ella se fue de allí sin despedirse. Estaba todo mejor así.