En términos intelectuales, de racionalidad teórica, es muy difícil defender la idea de monarquía frente a la de república. Es verdad que la Constitución configura la Corona como un instituto al que sólo atribuye funciones simbólicas y representativas, pero incluso así, en nuestra sociedad democrática libre cuesta mucho entender que solo una persona entre todos los españoles tenga derecho a ser Jefe de Estado por razón de su nacimiento. No obstante, la forma monárquica del actual Estado democrático español no le resta a éste un ápice de esencia puramente democrática y liberal, dado el papel al que ha relegado al Rey la Carta Magna.

La institución monárquica es, aparentemente, un concepto antagónico con la idea de democracia plena, pero configurada como monarquía parlamentaria, con funciones representativas, es totalmente compatible con el régimen democrático; de hecho, está vigente en países tan avanzados como Inglaterra, Holanda, Bélgica, Suecia… Y lo que es más importante aún, desde la perspectiva del pragmatismo político y social, bajo el sistema de la Constitución del 78, estamos viviendo el periodo más largo de convivencia pacífica y progreso generalizado de toda nuestra historia.

La reflexión sobre qué forma de Estado es más adecuada no debe ceñirse sólo al análisis político teórico, sino que debe hacerse también a la luz de la antorcha de la Historia. Desde sus orígenes, España sólo ha tenido Estado republicano en dos ocasiones, y en ambas ha acabado la experiencia como el rosario de la aurora.

La Primer República fue proclamada en las Cortes el 11 de febrero de 1873, y se extinguió con el pronunciamiento militar del general Martínez Campos de 29 de diciembre de 1974, restaurándose de nuevo la monarquía borbónica. No llegó a alcanzar los dos años de existencia, pero tuvo cuatro presidentes. Estuvo caracterizada por una extrema inestabilidad política, la sublevación cantonal y la primera guerra de Cuba. Fue un desastre total.

El segundo de nuestros regímenes republicanos advino el 14 de abril de 1931 y se extinguió el 1 de abril de 1939, tras más de dos años y medio de guerra fratricida entre españoles. El cambio de sistema político, incluida la expulsión del monarca, trasladado a Cartagena aquella misma noche para que abandonara suelo español de inmediato, no se produjo por vía de una revolución violenta ni por el procedimiento de un referéndum del pueblo español, sino por agotamiento del sistema monárquico existente entonces.

El 14 de abril de 1931 se produjo un cambio de régimen político esperanzador e ilusionante, al menos para la mayoría de las clases intelectuales o con cierta formación, partidarias de la modernización de España y su consiguiente evolución hacia una mayor justicia social favorecedora de la convivencia democrática. En cambio, los partidarios del extremismo, tanto por la derecha como por la izquierda, se opusieron frontalmente desde el inicio (monárquicos, extrema derecha, tradicionalistas) o se desilusionaron enseguida con la República por considerarla ‘burguesa’ e intentaron reconvertirla en ‘proletaria’ por vía revolucionaria (izquierda marxista y anarquista).

La mitificada II República española, la que intentan recuperar hoy partidos con la misma ideología de extrema izquierda que tanto contribuyó a su destrucción, la que pudo ser pero no fue, tuvo un origen ilícito en términos jurídico–constitucionales. En 1931, en España estaba en vigor la Constitución de 1876, aunque bastante imperfecta como sistema democrático, era un Texto Constitucional, al fin y al cabo.

El nuevo régimen nació prácticamente sin pegar un tiro, pero violentó el ordenamiento constitucional vigente por vía revolucionaria, esto es, quebrantó la legalidad vigente. Los republicanos lo sabían y por ello se apresuraron a convocar unas elecciones a Cortes Constituyentes, celebradas el 28 de junio, tan sólo dos meses y medio después de su advenimiento. Las Constituyentes elaboraron y aprobaron una nueva Constitución en menos de seis meses, que fue publicada en La Gaceta (BOE) el 10 de diciembre de aquel mismo año. Desde entonces, ya se podía considerar que el nuevo régimen tenía legitimidad democrática.

No fue la izquierda radical que ahora la reivindicala que actuó de partera del nuevo Estado republicano, sino la derecha democrática (Alcalá-Zamora, Miguel Maura, Lerroux, Sánchez Román…) y la izquierda burguesa (Azaña, Martínez Barrio, Albornoz…), con la inestimable ayuda de intelectuales de tan alta talla como Ortega, Marañón, Pérez de Ayala... La izquierda marxista se sumó más tarde al proyecto republicano, al que siempre tachó de ‘burgués’.

El nuevo régimen republicano nació en un contexto histórico de auge de los totalitarismos en Europa, y pronto fue acosado por la intransigencia y el fanatismo político a diestra siniestra. Cuando se produjo el golpe militar el 18 de julio de 1936, la República ya había dejado de ser una democracia liberal, al menos desde febrero de aquel mismo año. A partir de ese verano, sólo se puede hablar en España de odio, violencia y crimen, y no sólo por parte del bando sublevado, sino de ambos.

Hoy, los comunistas son prácticamente los únicos que reivindican la II República, tan apartada del paradigma democrático que hizo que, al estallar la guerra, realmente sólo recibiera ayuda del régimen soviético de Stalin. Ninguna democracia occidental (Inglaterra, Francia, EE UU…) quiso ayudar realmente al bando republicano porque, en el fondo, temían más al totalitarismo comunista que al autoritarismo del general Franco.

Lo que ha proporcionado a España la forma republicana de gobierno ya lo conocemos, así que, como dice Pérez-Reverte, mejor esta monarquía que la III República, heredera de la Segunda, reivindicada todavía en las calles de España con banderas rojas estampadas con la hoz y el martillo.