Vivimos tiempos de reencuentros, de descubrimientos familiares y de situaciones que, si bien hasta hace un año eran normales, ahora resultan novedosas, de un valor tan estimable para el sentimiento humano que se convierten en únicas. Lo observamos en las puertas de los colegios, vacías estos meses de abuelos, que antes aguardaban colas desordenadas para recoger a sus nietos y llevarles la mochila hasta casa. El saludo más elemental se ha vuelto heroico. Hemos perdido la costumbre de abrazarnos, de besarnos. Hemos normalizado la distancia y la sospecha ante nuestros seres queridos y el miedo se ha apoderado de nuestra tradición más elemental, que como mediterráneos consiste en demostrar la cercanía a través del abrazo y los besos.

Este fin de semana mi hermano ha vuelto de Estados Unidos. Ha pasado un año y demasiados meses desde la última vez que nos vimos. El mundo era diferente. Nosotros también. Este tiempo atrás ha supuesto una fractura con la sociedad que conocíamos. La pandemia ha alargado las distancias hasta límites extenuantes. Las ha hecho insalvables. Las cuarentenas, las pruebas PCR en las aduanas y la cancelación de los viajes internacionales han lastrado millones de historias familiares que se han visto privadas del contacto íntimo, de conocer a nuevos miembros que han llegado al mundo durante este año y medio y que han aportado luz entre las dudas y más dudas a un confinamiento ya de por sí largo.

Voy con mis padres al aeropuerto de Sevilla a recibirlo. La última vez que él tomó un avión con destino a Estados Unidos iba con Rocío y una maleta. Ahora espero con impaciencia que se abran las puertas para descubrir tres figuras, muchas maletas y un carrito. El acceso a la terminal está prohibido para personas que no vayan a realizar viajes, así que las paradas de taxis de los aeropuertos han pasado a ser también zonas comunes de suspiros, de impaciencias eternas en las que los familiares fuman un cigarrillo tras otro hasta que ven el rostro conocido, el que llevan meses sin encontrar. Pero si hasta hace un año los aeropuertos eran una pieza fundamental de nuestra civilización, puesto que con ellos se conectaba el mundo y las ciudades distantes se convertían en barrios periféricos, en estos días han pasado a ser zonas fantasmas, bloques de edificios vacíos por donde circula un individuo con una maleta solitaria y los carteles luminosos no tienen a nadie a quien seducir con sus mensajes publicitarios. También son un espacio de dudas, como un mapa que no somos capaces de leer. Los nuevos protocolos que se han codificado nos impiden movernos con libertad, sin saber muy qué estamos haciendo mal, dónde se esconde el fallo, en qué movimiento y qué nueva regla estamos incumpliendo por ignorancia.

Comento con mi familia, minutos antes de encontrarme con mi hermano, que hemos sustituido la realidad por una ‘ciberrrealidad’. El hijo que ha nacido durante la pandemia ha visto a sus abuelos y a sus tíos solamente a través de una pantalla. Ha escuchado sus voces con el ruido metálico de un altavoz, entre cucharadas de sopa y biberones. Esa cotidianidad distorsionada es el único consuelo ante la distancia, la separación insalvable de vivir alejados en tiempos de pandemia, pero también el único recurso que nos dan los tiempos tecnológicos para seguir existiendo en el día a día de nuestros hermanos y seres queridos, y así complementar al recuerdo como único punto de apoyo.

Y es entonces cuando se abren las puertas de la terminal y contemplo a mi hermano y a su hijo. Los niños se convierten en una extensión de los sentimientos de los padres. Sus figuras humanizan la inmensidad del aeropuerto vacío y un año y medio de ausencia. No hay reglamentos sociales que estipulen el saludo después de tanto tiempo. No estamos preparados para contener el amor y la felicidad. El ejercicio milimétrico de buscar en los ojos del bebé algún rasgo que lo acerque a mi familia, en su boca y en su nariz, ocupa mis segundos de emoción. Un leve gesto en la mirada que nos reconforte y solucione un año de vídeos que han suplantado a la realidad y al afecto. Y en ese instante también acompaña la sensación de culpa, ese sentimiento que se ha pegado a nuestro cuerpo y del que no podemos liberarnos. Tras un año y medio sin vernos, ¿qué es lo apropiado? ¿Acaso un abrazo no rompe las medidas sanitarias estipuladas? ¿No es una imprudencia saltarse el cerco del miedo y de la razón y dejarse arrastrar por los sentimientos más humanos? ¿Cómo dejarse la mascarilla puesta cuando es un hermano el que está frente a ti, cuando es su hijo el que te mira por primera vez, con ojos desconocidos y apremiantes porque contempla ese rostro parecido al de su padre pero que no es su padre?

Es un momento, el del encuentro, que llevo formando en mi mente con incertidumbre y al que siempre se le han ido sumando meses, impedimentos y fronteras. Ese primer acercamiento hacia un sobrino que se le quiere aunque nunca se le haya visto. La sensación de perpetuar sentimientos familiares que estuvieron presentes en mis abuelos hacia mis padres y en mis padres hacia nosotros, como si recogiéramos un testigo secular, una misión de prodigar el cariño adherido a un apellido. Porque ahí está ese niño que lleva mi nombre, una persona que nunca me ha visto pero que me ha señalado con el dedo, con ese mismo dedo índice con el que muestra a su madre el mundo que va descubriendo: los animales de plástico que forman su primera selva, los coches de luces con los que un día soñará recorrer el mundo, ese dedo que quiere mostrar que mi rostro le es conocido, que a través de las pantallas de los móviles ha visto mis ojos y mi boca y que por algún rincón de su infantil memoria ha permanecido intacto el recuerdo de mi imagen.

Y uno entiende que cada persona se ha adaptado a la pandemia con sus propias armas. La emoción y la rabia se mezclan porque no se recupera un año de vida y uno sabe que no ha podido testimoniar con su presencia la noche en el hospital el día del nacimiento, ni los primeros pasos a gatas ni la primera palabra dicha con timidez, ese ‘mamá’ que ahora no para de repetir. Mi hermano ha vuelto a España y observa una nueva realidad, en nuestras caras y luego por la ventanilla del coche. Es un país distinto, me dice. La gente se saluda con el codo y en Estados Unidos con el puño. Él contempla a cada paso una infracción, una posible multa, una posible infección de un virus que no está domesticado pero al que, tristemente, le hemos perdido el miedo. Está en su casa pero no encuentra los mismos pilares de ese hogar del que se marchó. Todo igual pero distinto, como nuestras vidas.

Regresa a España y hablamos de cine, que es su segunda patria. Yo recuerdo insistentemente la mejor película de Garci, Volver a empezar, y asemejo la trama con la historia de mi hermano, con sus primeras horas en la primavera sevillana y su asombro al ver los rostros conocidos y la vida abriéndose paso en la calle a pesar de todo.

Antonio Miguel Albajara es un profesor de literatura en una Universidad americana que ha vuelto a España después de un largo exilio. Camina por el paseo marítimo de la playa de San Lorenzo, en Gijón, mientras el Canon de Pachelbel lleva al espectador hasta la lágrima. El escritor ha vuelto a su hogar y nada de lo que era suyo ha sobrevivido al tiempo. La situación de mi hermano es distinta, por supuesto, pero hay mucho del sentimiento de Garci en esa vuelta, mucho de melancolía desbordante y de oportunidades perdidas que ha arrastrado este año de pandemia. La historia del profesor de literatura que vuelve a España es mínima, como la de mi hermano, como la mía y como la de miles de personas, pero esta pandemia ha golpeado sin compasión las distancias, ha separado a familiares y ha roto vidas que ya nunca podrán volver a empezar. Es justo, por eso, que en cada reencuentro haya una pequeña victoria que celebrar.