La noticia de que «el confinamiento generó lectores más frecuentes y más entregados» (La Opinión, 27-2-2021), te recuerda que, cuando de niño te encerrabas en el pequeño cuchitril donde se apilaban los libros del tío raro al que le había dado por leer, era como si el tiempo dejara de existir, como si no se notara su imparable pasar, enredado entre las hojas de aquellos tomos a los que imperceptiblemente iba amarilleando y desposeyendo del brillo de lo nuevo, sin que envejecieran ni un ápice los tesoros que encerraban.

Y luego aquella pequeña biblioteca fue creciendo al mismo ritmo que tu propia vida: comprabas los libros y los leías de un tirón o los apilabas a la espera de su lectura inminente. Y periódicamente volvías a ellos, y allí estaban los subrayados y las notas que habías tomado, y las hojas dobladas y luego desdobladas que habían marcado cada una de las estaciones de la lectura, y las dobladas permanentemente, que indicaban dónde estaba el tema o la idea interesante a la que una y otra vez podías volver, como si no hubiera pasado el tiempo.

Las horas muertas se te pasaban haciendo el inventario del patrimonio libresco, ordenando sus bienes por temas, colecciones o autores, alineando minuciosamente sus lomos, de manera que ninguno sobresaliera de los demás, o buscando el ejemplar traspapelado entre los otros. Y no prestabas a nadie ningún libro por temor a perder la huella indeleble del momento en que lo leíste y la promesa de volver a manosearlo, a releerlo y, sobre todo, de buscar entre sus páginas la idea brillante, el pasaje digno de recordar, las experiencias de la primera lectura vivas aún entre sus páginas.

De la misma manera que a Sherezade le salvaba la vida el diario e inacabable relato de sus cuentos, tu vida se alimentaba y crecía entre aquel universo que ya empapelaba las paredes como una nueva biblioteca de Babel, y llenaba las horas y los días, como si el tiempo no pasara mientras seguías acopiando libros, que ahora ya se amontonaban a la espera de una lectura cada vez más perezosa y entretenida.

Todo hasta que leíste aquellos versos de Borges que te despertaron de la inmovilidad y la vanidad de tu sueño para despeñarte por la ladera del tiempo que corre a su fin, sin espera ni vuelta atrás: «Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos)/ hay alguno que ya nunca abriré». Y entonces estuviste seguro de que desde ese momento la muerte te desgastaría, incesante, como al propio Borges.

Y ahora sabrás que tu propia vida es un libro a punto de cerrarse, para no volver a abrirse jamás, como todos los libros de tu biblioteca, en los que quedará guardada para siempre la memoria anónima de lo vivido en ellos instante a instante, página a página. Y querrás, si te queda tiempo, otorgar, como ya hizo el poeta Miguel D’Ors, un pequeño testamento con lo allí vivido, en tu caso a orillas del río Pilcomayo, en las verdes praderas del Far-West, en la ciudad de la niebla, en las corralas galdosianas y, sobre todo, en las llanuras de la Mancha, aquí siempre acompañado de don Quijote y de Sancho. Entonces podrás cerrar definitivamente el libro y marcharte para no volver.

Pero, mientras, vosotros abrid los vuestros y seguid leyendo, con o sin confinamiento, que aún estáis a tiempo.