Casi todos merecemos coincidir con alguien que nos sume, nos apoye, nos enseñe y nos ayude. Será por este ritmo de vida frenético, por las demandas que compiten con nuestra atención o que como me pasa a mí, dónde pongo el ojo, meto la pata, no se da.

Creemos que sí, pero es mentira. Parece pero no lo es. Y yo ya no creo en el amor. A ver, con matices. Creo en el amistoso, en el pragmático, incluso en el lúdico, pero he dejado de creer por completo en el romántico, el pasional y más aún en el maniático y desinteresado. Y si dejamos de creer, ya no se puede retroceder en el tiempo e intentar hacer mejor las cosas; sólo nos queda encontrar la calma y para ello creo que lo más certero es nada de hombres, amantes, camaradas, parejas, amigos especiales y demás, a menos de 1500 kilómetros a la redonda. Valga la ambigüedad de los sexos para este ejemplo.

Si lo piensas, deberíamos parecernos más a los esquimales, los recuerdo en el Juego de las siete familias, en esos naipes que coleccionamos de niños, y que más tarde descubrí que fueron inventados en Inglaterra en 1851 por la compañía Jaques of London. Aquí en España se hicieron muy populares cuando a partir de 1965 la marca Heraclio Fourner los introdujo con el nombre «Familias de siete países». Ayyy, quién habrá podido olvidar a esos esquimales. ¿Saben ustedes que los inuits llaman «hacer el amor’ a reír juntos? Imagino que así eliminan ese sentimiento de vergüenza usando un término que denota la complicidad y la diversión que supone esa intimidad.

Qué hermosura ir más allá, cargarse de complicidad, cariño, honestidad y respeto para poder sonreír como esa familia de mofletes sonrosados que vivía en Alaska y nos salía en las cartas. Pero yo eso no lo encuentro. A veces parece que sí, no crean. Y cuando menos lo espero, zas, sillazo en el corazón. Valoramos tan poco lo bonito que debe ser compartir, con lo caro que está el tiempo a según qué edades, y lo chulísimo que debe ser vivir momentos y situaciones que sabes que no se van a repetir. Una pena no valorar lo que nos pasa de frente, cuando caminamos más de media vida posponiendo oportunidades pasando por alto la ausencia que nos llegará después.

Qué patada más injusta a la autoestima esa que te da la indiferencia de quien te importa, y qué fea la costumbre de no valorar el presente y salir con intención de recuperarlo una vez perdido. Afortunados quienes nos bajamos de la noria con la lección aprendida, los que por vergüenza torera anteponemos nuestra valía al desprecio del que sorprendentemente nos sigue importando. Cuesta conseguirlo; y lo peor es que cuando sucede, te pilla sin ganas de mover un dedo por nadie, ya sabes de qué va el cuento, hermana. Aun con todo, me gustaría entender a las que constantemente pretenden ayudar a quienes no las valora, esos que sólo reciben sin dar jamás.

Hablaba de esto con mi amiga María Cortés y su conclusión era maravillosamente certera. Cuidar precisa de ternura, y la ternura engancha, excita. Y eso nos pasa a las que somos cuidadoras por naturaleza. Por tanto, sólo nos queda llegar a la aceptación y comprender. Una vez conseguido, convivir con ello. A veces, el lodo de aquellos polvos es esa delicadeza, ese afecto que nos provoca el momento de después.

Por todo esto he decidido en este mismo instante dejar de creer en el amor; ahora sólo me mueven las canciones de desamor, que además lo mío siempre ha sido escribir de música, sin más paranoias que añadir. Por eso no voy a pararme en cualquier canción, necesito una especial, preciso pararme en «I can’t hardly stand it» de The Cramps (Off the Bone, 1983) , necesito sentir la rabiosa desolación y el dolor con el que Lux Interior (1946/2009) interpretaba esta letra mientras lamentaba la marcha de quien tal vez era una de esas desagradecidas y desapegadas personas cuya sensibilidad brilla por su ausencia, como les pasa a tantos.

Pasando por alto que para los que sentimos en plata sea insoportable. Algunas siempre tendremos la desgracia de cruzarnos con esa persona complicada que un día aparezca para hacerte sentir un vacío agotador, hará que experimentes un frío extenuante, ese que te traspasa la piel.

Se necesita mucho valor, fuerza y autoestima para escapar de las garras de quien, a veces sin darse cuenta ni querer herirte, te sujeta inmóvil haciéndote creer que en materia afectiva todo vale, que no hay límites ni consecuencias. Pero los hay, ya lo dijo George Granville: «No hay dolor más devastador que el que produce el amor». Así que, nenas, atentas al que pare en tu puerta para venderte humo.

Canción que escucho mientras escribo: Ragin sea, Pike Cavalero.

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