Recuerdo que hace algunos años ya, en una conferencia que dio Fernando Arrabal en Murcia, quedé estupefacto al oírle afirmar que uno de los grandes enigmas, además de Dios, era la climatología. En aquel momento recuerdo que pensé que se trataba de una boutade del escritor pánico, pero ahora, con el paso del tiempo, descubro que aquellas palabras tenían un gran poso de sabiduría. Y no porque piense que el tiempo meteorológico constituya una suerte de misterio inexpugnable para el hombre a la altura de la religión; más bien en cómo la predicción meteorológica se ha convertido en un símbolo oracular a la altura del de Delfos.

Si los antiguos buscaban en las vísceras de animales, en los dioses o en la forma del vuelo de algunas aves desentrañar el futuro, el hombre actual parece haber sustituido sus vaticinios primigenios por otras formas más sofisticadas de adivinación. El tiempo meteorológico, los algoritmos, las encuestas que tratan de predecir los resultados de elecciones y, sobre todo, los inescrutables destinos del Ibex 35.

Cada día en las noticias leemos o vemos cómo un experto (un nuevo Tiresias con chaqueta y corbata o minifalda) nos advierte, casi en tono amenazador, sobre la próxima nevada, la drástica bajada de las temperaturas o una nueva ola de calor que se cierne sobre el país. Hay que predecir el tiempo para sentirnos a salvo.

Todos los teléfonos móviles disponen de aplicaciones con las que adivinar si lloverá o hará sol en los próximos siete días. Con el movimiento bursátil ocurre lo mismo. A nadie importa y casi nadie entiende qué es eso de la Bolsa. Pero a cada momento nos informan de sus subidas y bajadas, como si de ese vaivén etéreo de millones de euros, de la prima de riesgo y de la compra y venta de estratosféricas acciones dependiera nuestra existencia inmediata. Quizá el interés que despiertan estos mundos abstractos no radique tanto en el efecto que tienen en nuestras vidas. Más bien tengo la impresión de que los humanos necesitamos predecir para sentirnos seguros, para darle coherencia a nuestro inestable mundo, si es que esto es posible.

Los oráculos nos aportan seguridad. Aunque también sirven para configurar la Realidad (o al menos tratan de manipularla), como se demuestra cada vez que el CIS emite su previsión sobre las próximas elecciones.

Barthes, en su ensayo El efecto de lo real, reflexionaba sobre un barómetro que aparece, sobre un piano, en el relato de Flaubert Un corazón sencillo. Barthes opina que este objeto nada aporta al relato, que es un ‘detalle inútil’ que tan solo está ahí para ofrecer un exhaustivo recuento de la ‘Realidad’.

Sin embargo, un aparato que sirve para medir el tiempo atmosférico, si se piensa bien, no es solo un objeto dentro de la Realidad. Es además una herramienta que sirve para predecir, para estructurar, para dar sentido a la Realidad.

Flaubert, tal vez, pensó que que para describir la Realidad había que comprenderla, encapsularla. Así que a falta de una encuesta de Tezanos (para nada realista), el ¡realista’ Flaubert se decantó por un barómetro, que como todos sabemos, es un objeto real.