Curiosamente, el Partido Popular es el único que no se ha movido un ápice de su posición. Desde el principio, siempre estuvieron abiertos a negociar con la extrema derecha por un lado, y con Ciudadanos por otro. De hecho, movió castillos y torres para que los de Albert Rivera accedieran a verse, aunque fuera a escondidas, con los chicos de Santiago Abascal.

En cambio, Isabel Franco y sus tres compañeros exnaranjas de ciudadanos, se negaba a ello por activa y pasiva. «No negociaremos nunca con Vox», llegaron a decir. Menos de dos años después, han pasado de no querer ni tomar café con Vox a compartir sillones en el Consejo de Gobierno. Eso tiene un nombre.

Por su parte, los traidores de Vox, hoy expulsados de su partido, han engañado a sus votantes a la cara, sin nocturnidad y con mucha alevosía.

Los mal autodenominados Vox Libres esperemos que dentro de unos años, en los bares, no se pongan de moda como lo fue el Cuba Libre, aunque en esta ‘santa’ región todo es posible, pues ni son libres ni son de Vox; se presentaron a las elecciones bajo un principio irrenunciable en su programa electoral: «Desmantelamiento del actual modelo territorial. Un Parlamento único en España».

Así que no han tardado ni dos años en pasar de criticar el modelo autonómico a formar parte del núcleo duro del mismo y, encima, su compañera de sillón lleva las siglas LGTBi en su mochila. Esto también tiene un nombre.

Que en política uno cambie de opinión es lógico, sobre todo cuando se es joven; el problema es cuando cambia gente presuntamente madura y que se presenta a unas elecciones prometiendo una cosa y, luego, haciendo la contraria. Esto también tiene un nombre.

Visto que estamos ante un Gobierno cuya mitad de sus miembros han mentido, traicionado, engañado, no solo a los ciudadanos que depositaron su confianza en su programa electoral, sino a sus propios principios y valores, debería el presidente no rodearse de traidores y tránsfugas para mantenerse en la poltrona, pues si Isabel Franco, Mabel Campuzano, Valle Miguélez, Francisco Álvarez, Liarte y compañía, han demostrado que su palabra y su firma no vale nada, nadie garantiza que vuelvan a dar otro bandazo político si el viento deja de soplar a favor de sus intereses.

Mi padre apalabró la venta de un trozo de huerta en el Barrio del Progreso, le dio la mano al comprador y cerró el trato. Al día siguiente, otro comprador doblaba el precio de las dos tahúllas que había vendido. La contestación de mi padre fue contundente: «Le di la mano al comprador y es como si hubiera firmado. Mi palabra va a misa y vuelve». Fin de la conversación.

Le pregunté a mi padre por qué había rechazado una oferta mucho más interesante. «A mí nadie me llama marrano», me dijo mirándome a la cara; «las personas que no son formales no merecen el respeto de la ciudadanía». Fue entonces cuando comprendí la importancia de cumplir con lo pactado.

Casi veinticinco años después, no solo la palabra, sino la firma de la clase política murciana ha sido paseada por todos los telediarios llena de indignidad y barro, y es que, como decía mi padre, quien falta a su palabra es un marrano.