Pasión y muerte del señor Friedemann

En 1897 apareció publicado un relato corto de Thomas Mann, quien por aquel entonces tenía poco más de veinte años, titulado El Pequeño Señor Friedemann. El parto no estuvo exento de dolor, pues el manuscrito había sido rechazado anteriormente por sus posibles editores. Fue una crisis en la temprana evolución creativa del autor cuya feliz superación, tras un proceso de reelaboración del texto, tuvo como consecuencia el afianzamiento de las grandes líneas maestras que en adelante habían de definir a Thomas Mann como escritor.

Johannes Friedemann, que da nombre al relato, es un hombre marcado por las graves lesiones de un accidente sufrido en la infancia, cuando la nodriza, borracha, le dejó caer de la mesa sobre la que aseaba al niño. El resultado fueron sus piernas cortas y una pronunciada joroba. Siendo todavía muy joven sintió las punzadas del amor y la atracción por una compañera de juegos. Pero la repugnancia y las burlas con las que fue rechazado, le persuadieron de que el mundo del goce, y por encima de todo, el de los placeres sensuales y de la pasión amorosa, habían de estar vetados para él, deforme y monstruoso a la vista de todos.

Friedemann levanta entonces entre él y el mundo un muro, construido con arte y música, para que nadie pueda llegar al interior de su corazón. Un dique de contención, formado por una cuidada y prolongada ascética laica de renuncia a los placeres mundanos, en combinación con una actitud virtualmente epicúrea que aceptaba los goces espirituales y artísticos. En el santuario secreto de sus dolores y anhelos la vida se calmaba con armónicos y tonalidades que salían tanto de su violín, que tocaba con maestría, como de las salas de concierto y de los teatros que frecuentaba en su pequeña ciudad, en su pequeño universo cerrado, microcosmos burgués y familiar. Había logrado, por decirlo así, la sublimación de sus impulsos elementales a través del efecto narcotizante del arte, y especialmente de la música. Con ello conseguía, al menos en apariencia, que su vida transcurriera en una paz inducida, calmadas sus ansias de felicidad y goce por una tranquilidad estética, una especie de ataráxica imperturbabilidad, para que lenta y apaciblemente fuera conducido hacia el final de su existencia, como si su vida resultara un río que fluyera por cauces lentos, estables y seguros, a través de los cuales plácidamente alcanzara su desembocadura.

Pero los segundos que rechazamos, la eternidad nos los devuelve. Este complejo entramado de estética y sublimación había de colapsar de manera terrible con la abrupta aparición de una pasión devastadora y mortal como una enfermedad, personificada en Gerda von Rinnlingen, una mujer extraordinaria, desafiante y despiadada, libre, poco atenta a los convencionalismos sociales. Su pasión por la música es de una naturaleza distinta, acepta todo el impulso demoníaco y disolvente del wagnerianismo. Asumiendo el ropaje de la femme fatale, declara tener un espíritu tan enfermo como lo está el cuerpo del propio Friedemann, cuyas pasiones atadas y amordazadas en el sótano de su alma han comenzado a rebelarse. La pasión amorosa, violentamente rehabilitada, encarna el espíritu destructor de la muerte, y lanza a los cuatro vientos el elevado castillo de naipes que Friedemann se había construido, engañado por un espejismo de imperturbabilidad, y siendo por ello conducido a la catástrofe personal en medio de la indiferencia general.

La existencia de una máscara social y el empleo de la alta cultura como medio para ocultar las corrientes subterráneas que anidan en el alma humana y la atormentan, pero que están a la espera de una llamada que las despierte como a Lázaro de la tumba y vuelvan a enseñorearse del corazón humano, será ya un elemento constante en el autor dentro de obras tan características como José y sus Hermanos o Doctor Fausto. Es desde luego la tesis de Tristán donde la música de Wagner se presenta como la verdadera gran seductora, que disuelve la consciencia y entrega sus víctimas a los impulsos de una voluntad sensual que ha roto sus cadenas. También en La Engañada el amor inesperado de una mujer madura por un hombre más joven es el mensajero de la muerte inminente. Y desde luego será la tesis fundamental en La Muerte en Venecia, donde la pasión amorosa convierte el cauce apacible de la vida en un torbellino desbocado de una impetuosa corriente de agua que recupera para sí los terrenos antes ganados por mano humana al río de la vida y del que este vuelve a tomar posesión cuando se desborda causando tantos males.

Así fue cómo a los veintidós años, una crisis provocada por un relato que nadie quería publicar, sirvió para depurar los rasgos que hoy consideramos clásicos en la prosa de Thomas Mann, esa tensión entre lo sensual y lo intelectual, así como la presencia devastadora del amor, verdadero hermano de la muerte.

Profesor de Historia Antigua

de la Universidad de Murcia