En los últimos meses me hago siempre la misma pregunta, sin obtener la respuesta: ¿Cuál es el último concierto al que fuiste antes de que estallara la pesadilla pandémica? Por más que he tirado de memoria, algo ha bloqueado mi mente, y soy incapaz de ver más allá del pasado marzo de 2020. Con esto no estoy diciendo que soy incapaz de recordar los conciertos a los que he asistido en mi vida, pero es cierto que los más recientes, los últimos antes de que todo cambiara, los he olvidado por completo. ¡Maldita sea!

Hace un año les conté que por culpa de lo que estábamos viviendo era incapaz de escuchar una canción entera, sentía mucha ansiedad al ver cómo nuestra vida había saltado por los aires y las noticias eran devastadoras: la muerte, la falta de recursos, los brotes en las residencias, las despedidas sin abrazos, el número de fallecidos, el Palacio de Hielo, el silencio de Madrid, el ruido de helicópteros que pasaban cada día por el barrio; era junto con las botellas de cristal rompiéndose al entrar en el contenedor de vidrio lo único que escuchaba.

Solo admitía el silencio, cosa llamativa, ya que para mí la música es fundamental en la vida, y esto significaba que algo no iba bien. Poco a poco, en la soledad del encierro intenté esforzarme cada día para superar el bloqueo, y a la vez miraba con envidia cómo mi entorno era capaz de bailar en casa, ver conciertos en streaming, directos de Instagram con djs o conciertos acústicos en azoteas. El mundo de la cultura, en lo más amplio de la palabra mundo, se volcó para avivar el alma en un momento tan delicado. Las plataformas digitales, se llenaron de ofertas, series de estreno, contenido infinito para no levantar la cabeza en un año de la pantalla, los archivos de Radiotelevisión Española desempolvaron películas que dejaron durante meses al servicio de todos para poder perdernos en algún clásico de nuestro cine. El mundo de la música sacaba su lado más generoso, ofreciéndonos versiones como las que nos regalaban los domingos Viva Suecia o The Killers al anunciar el aplazamiento de su gira europea, nos obsequió con un nuevo disco, o Residente un vídeo hipnótico donde parejas de todo el mundo salen besándose, y como dice: «Por ahora nos damos un beso, antes que el mundo se acabe», Xoel López y los músicos de Deluxe grababan desde sus casas, Reconstrucción 12 años después, «y aceptar que no todo es tan fácil y que en el fondo, los huesos…».

Bibliotecas, museos y las pinacotecas más importantes del mundo, nos abrían sus puertas de manera virtual para alimentar nuestro alma con sus obras de arte, librerías digitales con ofertas, escritores regalando sus obras era un sobreestímulo agotador, que con el bloqueo que tenía me cabreaba conmigo misma por ser incapaz de consumir nada que no fuera silencio y mirar por la ventana durante horas, lo que nunca me ha gustado: pájaros, golondrinas que un año más tarde me he tatuado para recordar un encierro que nunca olvidaré, aunque mi vida anterior sí.

Un año después, incertidumbre es la palabra que más aborrezco. Pero que a la vez más utilizamos ante un futuro tan incierto al que nos enfrentamos todos, pero con más vértigo los que nos dedicamos al mundo de la producción cultural, eventos,etc. No soy pesimista, pero sí realista. Cuando le pegamos una gran patada al 2020, tras la última uva, dije que esperaba que pasara cuanto antes el 2021. Este año de transición a la normalidad está siendo agónico, un trámite por el que tenemos que pasar para poder ver algo de luz al final del túnel. Lejos de poner todos nuestros recursos en inmunizarnos y trabajar en espacios seguros, trabajan en tirarse mierda, en estrategias de política cutre, donde parece que unas elecciones en Madrid son el centro del universo y lo demás no importa. La cultura esa que se volcó con nosotros, y nos mantuvo cuerdos ante la locura que hemos vivido es uno de los sectores más afectados y no estamos a la altura de lo que fue su infinita generosidad en los peores momentos.

Salas de conciertos, técnicos de sonido, de luces, programadores, road managers, músicos, actores, teatros, taquilleros, cines, oficinas de contratación, festivales, todo el staff que trabaja durante un año para realizar eventos culturales, musicales o deportivos que mueven la economía de nuestro país, agonizan, se mueren sin soluciones eficaces.

No hablamos de multinacionales o grandes artistas, hablamos de pequeños creadores y trabajadores del sector a los que el ministro de Cultura no ha sido capaz de apoyar y ofrecer ayudas directas, que han tenido que cerrar sus locales o dejar de trabajar debido a las restricciones por una crisis sanitaria de la que no son culpables, y llevan sin facturar desde hace un año, ni tienen, ni se le espera, un plan de reconstrucción. Dramático.

Algo ha hecho que me ilusione en los últimos días. Un experimento llevado a cabo por la Asociación de Festivales por la Cultura Segura, el pasado sábado en el Palau Sant Jordi, un concierto para 5.000 personas sin distancia, cuyas imágenes ponían los pelos de punta a muchos de los que ansiamos volver a bailar rodeados de gente y trabajar en lo que más amamos, los eventos culturales. Un acto que nos puede devolver la esperanza no solo en los conciertos, sino al deporte con público y el resto de proyectos multitudinarios.

Un evento al que el mundo entero ha mirado con esperanza para iniciar el camino hacia la normalidad que todos deseamos, estar juntos. Cautela y prudencia es lo que necesitamos ahora así como cruzar los dedos. Mi respeto por su valentía a los organizadores con ganas de buscar soluciones y no quedarse paralizados ante una situación que debemos normalizar y aprender a convivir con ella.

Mientras los fondos de reconstrucción europeos tardan en llegar, la industria cultural no puede esperar, y esto puede ser el fin de muchas salas, cines, teatros que no tengan pulmón para seguir aguantando el cierre. Es el momento de arrimar el hombro y retratarse, pienso en las marcas y cómo a través del mecenazgo o patrocinio pueden ayudar a los profesionales de la cultura, columna vertebral de las ciudades que estimulará el consumo y activará la economía con la creación de puestos de trabajo. Si todo sale bien y dentro de unos días, tras el seguimiento a los asistentes del concierto en Sant Jordi, no ha existido ningún brote ni contagios, podríamos empezar a soñar con la apertura de las salas, teatros, cines y la reactivación de los barrios, pulmón de nuestras ciudades. La cultura es parte de nuestra vida, es el momento de ayudar a salir adelante a un sector vital que alimenta nuestra educación e identidad. Un mundo sin música, sin cine, lectura, sin cultura, no es mundo.

Ahora más que nunca hay que proteger la educación, esa que en estos días va a caer en la Región de Murcia a manos de la ultraderecha. Pablo, Teo, no os perdonaré jamás lo que habéis negociado por mantener uno de los feudos del partido de la gaviota y así salvar vuestras cabezas políticas, poniendo la educación y la cultura en manos de fanáticos ultracatólicos que pretenden devolvernos a la mantilla y al Nodo. Estamos en mitad de una pandemia, lo sé, pero no entiendo cómo la sociedad murciana no se levanta para protestar por la llegada del fascismo al Gobierno. ¿Dónde están las asociaciones culturales y colectivos educativos que planten cara y hagan ruido? Basta de agachar la cabeza y callar, basta de blanquear. Ni la cultura ni la educación se venden por mantener en el poder a los de siempre.