Bromeaba hace poco sobre el fastidio de que en la actualidad, cuando todos llevamos un teléfono móvil con cámara incorporada, ya no se aparezca ninguna Virgen desde hace tantos años. Tal vez es porque la divinidad se presentaba ante unos pobres niños pastores, que hoy no suelen hacer el oficio y, si lo hicieran, estarían tan absortos en la pantalla que ni cuenta se darían. Vivimos tiempos complicados para encontrarnos de cerca con lo trascendente, aunque nos sea cada vez más fácil tropezar con algún diablo. Ahora que estamos en Semana Santa, fechas más sagradas que la mismísima Navidad, me pongo a pensar y me da la impresión de que tal vez ni siquiera todos los creyentes cristianos sienten, de verdad, que el espíritu de su maestro Jesucristo siga realmente vivo a nuestro alrededor.

He de confesar que, con los años, he entrado en un proceso contrario al de mis vecinos.

A éstos, conforme se les llena el pelo de canas empiezan a no faltar a misa, para ir preparándose para un final de la vida en el que todos quisiéramos que no todo acabase para siempre. Después de mi juventud de cristiano progre y comprometido, he de reconocer que ahora me asaltan más dudas y, sin considerarme ateo, lo único que tengo claro es que la divinidad me sobrepasa y que estoy hecho un lío. Solamente soy un hoyo en la arena y me es imposible absorber la inmensidad de todos los mares de todas las galaxias.

Que llevemos dos años seguidos sin que se puedan hacer las procesiones sé que es un alivio para algunos, pero para la mayoría es una desgracia. Unos por devoción, otros por amor a las costumbres, la cultura tradicional o el arte imaginero y, otros, por la importancia económica de estas fiestas para la industria hotelera, hostelera, turística y hasta fotográfica, de la que tantas familias dependen.

Nacido en pleno Concilio Vaticano II, cuando la Iglesia, encabezada por Juan XXIII, se quiso quitar muchos siglos de polvo, imposiciones y costumbres huecas, viví en una de las muchas parroquias de pueblo donde los curas jóvenes dejaron de sacar las procesiones a la calle y se centraron en construir salones parroquiales para atraer de nuevo a la juventud, que empezaban a escaparse del redil.

En la ciudad de Cartagena, tras la victoria franquista, las procesiones habían tomado un auge mayor y adquirido el orden castrense que hoy las caracteriza.

Sin embargo, viviendo en una casa de campo a las afueras de Pozo Estrecho, yo no solía asistir a ellas. De Semana Santa siempre digo que me acuerdo que ni en la radio podía escuchar la música que me gustaba, pues nos ponían, por obligación, la música clásica más fúnebre. ‘El Señor se había muerto’ y yo estaba deseando que resucitase para abandonar la vigilia y el hartazón de bacalao y verduras y darnos el atracón a fiambres, dulces y monas en la pinada de La Loma o en Los 25 Puentes. Con los años, se han ido recuperando las procesiones en todos los pueblos de Cartagena, con esa mezcla de devoción y parafernalia, de sincera fe popular de unos y postureo de otros, que siempre me ha generado sensaciones encontradas.

Algunos de aquellos curas progres, que abrieron las ventanas de las parroquias para que entrase un aire renovado, fueron los que se empeñaron en olvidar todo ese mundo de tronos, desfiles, trajes y capirotes, para centrarse en catequizar al pueblo en el mensaje de un Dios liberador y una Iglesia más sencilla, alejada de los oropeles y del poder, y cercana a los más débiles. Pero al final hemos vuelto a lo de siempre, algunos de aquellos sacerdotes terminaron de vicarios y, como muchos de nosotros, perdieron gran parte de la utopía de Jesús, aquel hijo de carpintero que no quería admiradores sino seguidores que hicieran lo que él, aquél que decía «bienaventurados los pobres» y lo de «déjalo todo y sígueme»-

Todos conocemos gentes que dicen no creer mucho en Dios, pero que lloran de emoción cuando ven salir a su Virgen.

Se ha escrito mucho sobre este catolicismo popular. A veces me he preguntado que si un día apareciese el mismísimo Jesucristo si sería un fervoroso cofrade, un asiduo a misa, un gran obispo o, tal vez, un misionero entregado o un fundador de una ONG; lo seguro es que terminaría crucificado de nuevo, al lado de tantos crucificados de hoy día.

Como muchos jóvenes de mi generación, en mi pared tuve uno de aquellos posters de «Se busca» con el dibujo de un Jesús que parecía un hippie y que defendía un mundo mejor, lleno de paz y armonía entre todo el género humano. Siempre me hizo pensar el hecho de que hasta los grandes santos de la Iglesia dijeron de ella que era a la vez ‘casta y meretriz’. La historia de todas las religiones, también del cristianismo, no está exenta de luces y sombras, gloria y pecado, avances y descubrimientos, esclavitud y libertad, guerra y paz, alianza con los poderosos y defensa de los débiles. Tal vez si Jesucristo hubiese vuelto, en más de una ocasión hubiese sacado el látigo y echado a los mercaderes del templo.

Es curioso que los que dicen que, se sea creyente o no, hemos de defender los valores de la tradición cultural cristiana de nuestra sociedad, tengan entre ceja y ceja una visión tan sesgada de las enseñanzas de aquel hombre, sabio, maestro, profeta, hijo de la divinidad o Dios mismo, que no se dedicó a promover la religiosidad hueca, ni el culto como refugio, sino a promover un mundo fraterno, donde nadie debe ser más que nadie, sin importar género, estado, religión ni procedencia. No podemos decir que los inmigrantes vienen a quitarnos lo nuestro y luego ir a misa a escuchar, tan panchos, la parábola del buen samaritano, ni podemos esclavizar a los inmigrantes en el campo o defender a sus explotadores y criticar las inspecciones del Gobierno y luego encabezar la procesión del Crucificado.

Vivimos en una sociedad multicultural y en un país, por suerte, aconfesional.

Un país donde uno puede rezar al dios que quiera y donde se debería respetar el derecho de cualquiera a manifestar sus creencias, sin privilegios y sin ningún tipo de persecución. Me gusta especialmente nuestro artículo 16 de la Constitución que dice que «se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley. Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias. Ninguna confesión tendrá carácter estatal». Y así debe seguir. Ojalá esta norma se observara siempre aquí y en todo el mundo. Todas las guerras son horribles, pero las guerras de religión son, además, incompatibles con todos los credos que dicen defender.

Hemos atravesado muchos siglos de oscurantismo religioso y deberíamos haber aprendido la lección. Incomprensiblemente, ahora que queda tan lejano el proceso contra Galileo y contra tantos avances de la ciencia, la educación y la cultura deben ser innegociables y no podemos dejarlas en manos de los negacionistas, de los dogmáticos, de la anticiencia, ni de los ‘falsos’ creyentes.