Me miraba bajo el ala de su borsalino clavándome una sonrisa que desbordaba sabiduría y me decía con el acento más sevillano que he escuchado nunca que iba a perseguirme por la plaza hasta que no volviera al portal de su casa, de broma, pero aquello era una amenaza real y bonita. Un te quiero gigante era sin duda. Aunque no a mí. Son cosas de la vida que te dicen mucho sin que seamos conscientes del todo nunca. Con la muerte cobran sentido, quizás por la nostalgia mala y esta puta vida que el tiempo amarga a veces a tragos largos y a veces sin poder terminar de degustarla. Un brindis de respeto para Uno llamado Salvador, como escribió el maestro Abarca hace pocos días; y por lo que supe de su marcha.

Las piruetas del destino modelan historias todos los días. Los que somos intensos las vemos ahí, en decenas de sitios. Contarlas es un placer demasiado atrayente para los que llevamos una vida entera ya juntando letras, como recado de escribir, y otras como júbilo propio. Con humildad no se escriben novelas, dijo Mahn. Columnas tampoco, aunque la humildad es algo cada vez más relativo, consecuencia de estos tiempos en los que las ocurrencias han pasado a ser pensamientos en forma de castillos de tuits que conforman ideologías. Vendrán tiempos mejores. Estos catorce años de columnas están escritos con retazos de esas inspiraciones que golpean el paso por los días. A veces la columna está escrita y el papel en blanco se convierte en soporte. Otras veces, las que más, dejas escapar ideas que te han llegado y que has tenido que abandonar, porque el puto tiempo no te deja profundizar en la imaginación. Y la falta de constancia que nos ata a las quinientas palabras a los que no tenemos talento.

Jugamos a imaginar quién es el chico que nos ha adelantado por el carril bici con su patinete. Los niños aprenden rápido. Creamos una historia que va in crescendo desde lo verosímil a lo inverosímil y terminamos riendo en las coincidencias. Nos conocemos. Y dejamos que nos explote la idea por el camino que ya hemos recorrido juntos muchas veces.

Hay un cartel de Jeep que flota en medio del extrarradio de Murcia. Entre un edificio no terminado en el que se entrevén mantas colocadas como paredes que arropan vidas destrozadas y anuncios de ginebra antigua en fachadas de edificios de otro siglo, aparece la palabra: ‘Jeep’, que me alegra los días desde mi coche, suene lo que suene. Flota. Alegre. Divertida. En una postal angelinohuertana que he hecho propia. Hasta el punto de querer pedirle a Caval que le busque un plano adecuado para llevármela a casa y guardarla para nuestro siempre. Emerge ahí en medio dándole aire a la monotonía de la estrecha autovía que se constriñe con el crecimiento de Murcia. Y es un soplo de atemporalidad. Será un recuerdo, como el de Salvador y su acento sevillano diciendo te quiero como lo dicen los padres que saben mucho de todo. Y del tiempo. Vale.