La covid-19 empezó su expansión inesperadamente, sembrando preocupación y miedo. Los ancianos se sintieron especialmente amenazados oyendo las noticias y las informaciones de los medios de comunicación.

Todos recordamos los tristes problemas de aquellos primeros tiempos, donde muchos de nuestros mayores no encontraron lugar en los hospitales donde no se les facilitaba el ingreso. Esto y las muertes frecuentes sembraron los miedos generalizados.

Hay que reconocer que, paralelamente, hubo residencias y, en ellas, profesionales sanitarios que trabajaron con celo para no marginar a la población anciana, cierto. Pero desde el inicio del encierro, para los profesionales de la salud y para casi todos los medios de comunicación, nuestros ancianos ya eran llamados y considerados población de riesgo.

Esta denominación no gustaba a las personas mayores y, cuando mayores eran, les agradaba menos. Se sentían incómodas en ese calificativo. La autoridad sanitaria había creído conveniente priorizar el ingreso y la subsiguiente asistencia en hospitales a otros sectores de la población, preferentemente las franjas más jóvenes, desamparando, a veces negligentemente, a varios grupos de ancianos. Hay que pensarlo. Una sociedad que no se preocupa de los más débiles está probando su inhumanidad.

En aquellos días, dicho desamparo fue discutido y considerado directamente una injusticia inhumana. Palabra fuerte que no podía encajar bien en una sanidad que se consideraba a sí misma como la mejor del mundo.

Nunca es aconsejable vivir de ilusiones ni creerse, sin motivos reales, el primero de la clase. Las cifras que contabilizan hoy los resultados de nuestra pandemia han dejado en claro que eso de la mejor sanidad del mundo no se corresponde con la realidad. Convenía, pues, que cayera ese mito para comenzar a considerarnos sencillamente lo que somos. No para quedarnos ahí, sino para ir progresando sin medidas efectistas, pero sí efectivas.

«No se puede hacer otra cosa», se decía en los foros sociales para explicar la falta de recursos. Se decía también: «esto es la guerra; hay que privilegiar la vida». Como si los ancianos no tuvieran también sus derechos dentro de la sociedad y dentro de la sanidad.

Menos mal que la pandemia ha derribado ese mito que tanto daño nos ha hecho. La sanidad española tiene sus puntos altos, pero junto a ellos ha evidenciado grandes carencias.

Para que las cosas mejoren hay que mejorar el lenguaje que usamos para contárnoslas. Ha quedado en evidencia que no es efectivo usar un discurso guerrero, de trinchera, como el que se ha oído durante los meses de confinamiento.

La mayor herramienta educativa que tenemos es nuestro lenguaje. Las palabras nos habitan, viven dentro de nosotros. Nuestras palabras van configurando la propia personalidad y acaban transformando nuestras conductas, individuales y colectivas. Las palabras nos duelen si son ofensivas y nos calman y consuelan si son afables. Asimismo, nos animan y empujan hacia adelante si los vocablos que nos decimos y nos dicen tienen un carácter positivo, estimulante.

Educar en el lenguaje es favorecer que salga de la persona lo mejor. Las palabras sacan de nosotros lo mejor que tenemos dentro. O lo peor, si las palabras que cultivamos y pronunciamos son palabras negativas, destructivas o asesinas.

Coronavirus

El coronavirus es el reto más grande al que nos hemos enfrentado y ello ha exigido respuestas inmediatas ante situaciones de gran complejidad. Nos exige dar lo mejor de nosotros mismos, a pesar de cierta sensación de incapacidad e incertidumbre. Pero no cabe duda de que las decisiones que se tomen deben sustentarse en el conocimiento científico, en comités de auténticos expertos independientes y despolitizados, de valía contrastada y en una gestión politicosanitaria basada en la democracia, la transparencia, el conocimiento, el rigor, la humanización y los principios éticos.