Imaginemos por un instante que del cielo se hubieran precipitado ángeles bondadosos, puros e inocentes, convertidos en cadáveres, asesinados y arrojados, dejados caer desde desconocidas alturas empíreas, más allá de las nubes y las estrellas.

Caerían a plomo, como un ave abatida por un disparo. Aún moverían sus alas exhibiendo los espasmos finales con los que expiraría un ser que debía haber sido bello e inmortal. Si hubiésemos sido testigos de un hecho semejante, de un espanto tan sobrecogedor y sin explicación como contemplar los seráficos despojos precipitándose desde el gran azul abovedado que nos cubre, no habríamos dudado ni por un momento de la catástrofe anunciada, de la gran calamidad, del cataclismo sin paliativos que habría de sacudir el mundo, el universo entero, reducirlo a cenizas, incendiarlo, deshacer toda la Creación para devolverla a la nada.

Habrían salido a las plazas públicas profetas inspirados para exhortar al pueblo a someterse a duros castigos, cubrirse la cabeza de cenizas como en los momentos de conmoción o ponerse el saco del penitente. Nadie hubiera dormido la noche siguiente a un día tremendo como aquel, esperando quizá que los muertos salieran de sus tumbas o combatieran ejércitos de fantasmas en caminos o desfiladeros largo tiempo abandonados y desiertos. Se temería el amanecer del nuevo día y los sacerdotes escudriñarían el rostro de los dioses para saber qué pecado habría provocado prodigio tan terrible y qué no menos terrible expiación sería necesaria.

Podríamos decir que nunca hemos vivido trance semejante, y que por tanto no hemos reaccionado de manera impía ni descuidada ante un hecho que, de haber existido, hubiera sido tan misterioso y siniestro, mensaje inequívoco de una deidad airada contra los hombres, presagio de funestos males. Estaríamos tranquilos, pero equivocados; porque el gran azul del mar que refleja el azul aéreo abovedado sobre nuestras cabezas, y que es también un cielo, un cielo marino, que oculta innumerables bellezas y tesoros ocultos a la vista como ocultos están los tesoros celestiales, deja caer, con pasmosa regularidad, difuntas criaturas angelicales expulsadas de su seno; con su oleaje las arroja a las costas para que estén a la vista de todos, o las deja tendidas sobre la arena de las playas. Son las víctimas de las barreras que levantamos, mueren estrellados contra los acantilados de nuestras costas estos ángeles sin alas y con formas infantiles, frágiles, quebradizas, mortales. Aparecen de cuando en cuando, arrojados a los puertos, despojos de una guerra olvidada, de una hambruna olvidada, de un país olvidado; niños separados de sus padres y sin recuerdos de los juegos, confrontados tempranamente, demasiado tempranamente, con la muerte.

Quizá no ocurre sino que los cadáveres ahogados de estos niños, prófugos del destino, han llegado al reino de la indiferencia, a una civilización que se ha vuelto analfabeta porque ya no puede comprender, a través de versos como los de Pablo Neruda, ya olvidados, qué significa la muerte de un niño: «Por las calles la sangre de los niños/corría simplemente, como sangre de niños»; una civilización que probablemente ya no reconozca como propias ni logre sentir la emoción de las Canciones para los Niños Muertos de Gustav Mahler porque pocos son hoy quienes se detienen a pensar en el profundo sentimiento de pérdida y de dolor que las inspiraron, en el vacío que deja todo niño muerto. Exiguo parece el número de aquellos a quienes les importara que alguien, bondadoso, dijera que estos niños no han muerto, sino que duermen.

La inconsciencia ante estos ángeles muertos, hijos de refugiados, inmigrantes o pobres, echados del mar como si hubieran caído del cielo, delata un mundo de ciegos y sordos, mundo duro, frío e indiferente frente al dolor, en el que, definitivamente, no salen profetas a las calles rasgándose las vestiduras, porque no hay más que fugaces y débiles muestras de escándalo, que se lleva el mismo vaivén de las olas en las que flotan los ángeles muertos.