La identificación de una parte del catolicismo con las políticas más extremas del neoliberalismo está llegando a niveles que deberían preocupar a quienes poseen algún conocimiento de lo que de verdad significa ser cristiano y en especial católico. Es penoso contemplar el silencio cómplice de responsables católicos ante las propuestas cada vez más radicalizadas de grupos políticos que se arrogan la representatividad del catolicismo patrio.

Al parecer, todo lo que suene a supuesta defensa de la escuela católica en detrimento del servicio público y universal suena bien a los oídos de nuestros próceres eclesiásticos, sin caer en la cuenta de que católico significa universal, opuesto a privado. Les suena bien que los padres posean un veto ante las propuestas pedagógicas de los colegios o institutos; un veto que les sonará bien hasta que un padre musulmán haga uso de él para impedir que a su hija se le enseñe igualdad de género. Les suena bien que se proponga reducir la gestión educativa a un mero cheque extendido al portador para que los padres entreguen en el centro de su elección, sin distinguir si los padres apenas pueden alimentar a sus hijos o poseen varias fincas urbanas de lujo. Les suena bien que el bien común sea privatizado y la dignidad de las personas reducida a mera evaluación cuantitativa de la capacidad de lucro. Ante todo esto, en lugar de sacar la Doctrina Social de la Iglesia, que defiende el bien común y la dignidad humana, callan y, por tanto, otorgan.

El catolicismo, en su misma esencia, es antineoliberal, pues no acepta el lucro como justificación del motor social, ni el consumismo como motor individual. El catolicismo pretende una sociedad de humanos hermanos, donde las diferencias estén determinadas exclusivamente por los dones diferenciados recibidos, no por la injusta estructura social que permite a unos cuantos segregarse del resto en lugares higienizados para su supervivencia como clase gozante: resorts, urbanizaciones, zonas de ocio privado y colegios diferenciados. Como dijo Chesterton hace más de un siglo, el catolicismo es anticapitalista, porque lo que un comunista llama capitalista, un católico lo llama, simplemente, canalla (La utopía capitalista, Palabra 2013).

Por tanto, el maridaje imposible del catolicismo con el capitalismo lleva a la muerte del primero y al encumbramiento del segundo como la verdadera y única religión a la que se sirve. Las políticas propuestas por supuestos católicos son el caballo de Troya por el que el capitalismo sigue invadiendo al catolicismo, hiriéndolo de muerte, tanto ante la consideración general de la sociedad como ante los propios católicos, que acaban confundiendo el original con la copia deformada.

Estas políticas que se propugnan, sus adalides partidistas y los apoyos eclesiásticos, más o menos explícitos, están creando un caldo de cultivo social muy peligroso, opuesto radicalmente al ideario católico que propone una sociedad justa y preocupada por los predilectos del Reino de Dios, no por los que intentan agrandar la aguja para hacer pasar al camello. Con Chesterton diremos que son, simplemente, una canallada.