"Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera". Así comenzaba Tolstói su novela Ana Karenina, máximo exponente de la corriente de realismo ruso, augurando que es más fácil y probable ser desdichado que gozar de la buena ventura en el seno de largas estirpes. Ejemplos hoy no faltan. No hay más que echar un vistazo a la actualidad rosa para comprobar cómo se desmoronan importantes linajes ante los ojos de miles de espectadores. Pero escándalos, desvergüenzas e impudicias han existido siempre. Lo peculiar es que, en mi opinión, las vidas de estos libertinos que han ‘ofendido’ la honra de ciertos apellidos han sido y serán mucho más interesantes y novelescas que las de sus rectos parientes.

Las casas reales han acumulado históricamente muchos de estos jaraneros miembros. No es oro todo lo que reluce, ni siquiera en la corona. Y en la mayoría de los casos esta responsabilidad ha recaído en la figura de los ‘segundones’, porque pocas cosas deben marcar tanto como ser hijo de rey y jamás reinar. Que se lo digan al príncipe ‘Charles’ que verá regir a su madre y, seguramente, a su primogénito a la sombra de una infidelidad, un divorcio y una muerte en extrañas condiciones.

Y es que la familia real británica acumula un largo elenco de estos personajes. El propio tío abuelo de éste, el duque de Windsor, causó una crisis constitucional cuando, tras heredar el trono, propuso matrimonio a una ‘celebrity’ estadounidense dos veces divorciada. Lo que le llevó a abdicar en favor de su hermano Jorge VI y padre de la actual reina, Isabel II. Y aunque el nieto de la misma, el príncipe Harry o duque de Sussex, ha acumulado méritos suficientes siguiendo los pasos de su antecesor, mi favorita es sin duda la hermana de la actual regente: la princesa Margarita o condesa de Snowdon. Sus romances con hombres casados, un coronel de la guardia de su padre, un primer ministro canadiense y con el fotógrafo y cineasta Antony Armstrong-Jones, quien fuera su marido y del que años después se divorció, y sus idas y venidas con el alcohol, las drogas y el tabaco hacen de su existencia una biografía más propia de una estrella de rock que de un miembro de una casa tan honorable.

Aterrizando en nuestro país y atendiendo a algunos antecedentes (por parte de sus tías carnales) auguro una vida mucho más novelesca a la pequeña Sofía que a la pulcra Leonor que, por lo que parece, cumplirá sin tachadura su papel de heredera como bien hace hoy día su padre.

Con una vida más o menos díscola serán, nuevamente, quienes escriban la historia dos mujeres.