Los que hemos aprendido este oficio en las facultades de Comunicación asumimos que no existe la objetividad absoluta si bien en nuestra forma de interpretar la realidad hemos de aproximarnos a ese ideal.

 Sabemos que los hechos están ahí, que son indiscutibles y debemos reflejarlos de la forma más honrada e imparcial posible si de lo que se trata es de dar noticias. Pero solo el hecho de seleccionar unas y descartar otras para las páginas de los periódicos o las ediciones audiovisuales implica subjetividad.

Después están los juicios de valor que pertenecen a otros géneros periodísticos como este mismo en el que me leen: el artículo de opinión.

Pero la clase política viene de otra escuela. Cuenta su particular verdad y la suya resulta que es la genuina, la madre de todas las verdades, el santo grial del conocimiento irrebatible que solo facinerosos y torticeros intérpretes quieren deformarla y prostituirla para su provecho.

Lo hemos vivido en la Asamblea Regional la pasada semana cuando cada formación y los náufragos que se van abandonando construían sus relatos sobre lo correcto, honesto y legítimo de sus actuaciones al tiempo que tildaban de falsarios malintencionados a sus oponentes.

Sus más que discutibles actuaciones de los últimos días, para ellos, sus organizaciones, el prestigio de las instituciones democráticas y la imagen de Murcia eran justificadas con un razonamiento forjado para la autoafirmación de haber hecho lo correcto. Cuando no fue así.

 La moción de censura congregó a traidores traicionados, ingenuos, charlatanes, impostados revestidos de neutralidad, liberales encadenados a sus prejuicios y presuntos poderosos doblegados al chantaje de los débiles. Pero todos ellos, convencidos de que su verdad era la poseedora de las mayúsculas, arremetían contra el contrario.

Lo vimos en sus discursos: sabían antes de esa representación del absurdo que se vivía en el Parlamento que tenían que formular una historieta presuntamente veraz con los escombros provocados por sus errores estratégicos y sus infidelidades a los principios éticos y de honestidad política (si es que todavía queda de eso) para con quienes en su día les eligieron.

Tanto se repitieron en sus verdades fabricadas y postizas que terminaron pensando que cada uno de ellos, pero solo ellos, estaban ungidos por la grandeza de poseer el conocimiento desnudo, absoluto e irreprochable de lo sucedido. 

Probablemente, ni por un momento pensaron en aplicar la implacable objetividad frente a la subjetividad indulgente. Obraron con su verdad pero no con la verdad.