La política española ya ha alcanzado la sublimación necesaria para convertirse en una suerte de mercado persa. En los zocos árabes toda la materia del universo es capaz de ser vendida. Entre las estrechas calles, las voces de los tenderos anuncian cualquier tipo de género: telas, especias, aparatos de radio a pilas, cañas de pescar y babuchas de cuero. Todo es susceptible de ser rebajado de precio, tras una breve pero intensa negociación entre el comprador (turista en nuestro caso) y el propietario.

Lo vivido durante estas últimas dos semanas en Murcia adquiere un perfil similar al de los tratos orientales en los mercados persas. El mercadeo de la vida de los contribuyentes (porque se trata de eso, de gestionar nuestras vidas) dispuesto a voluntad personal, los giros de guion entre Martínez Vidal, Isabel Franco, el descenso a los infiernos de López Miras y su ascensión al Edén político (al menos durante dos años) han evidenciado una realidad desoladora para los murcianos: estamos en manos de auténticos negociadores sin escrúpulos, a uno y otro lado. En el último capítulo de la serie, es la Educación la mercadeada, regateada y envuelta en una bolsita de plástico.

A finales de la semana pasada, supimos a través de diversos periódicos que Diego Conesa y Martínez Vidal ‘negociaban’ con los tres diputados autonómicos expulsados de Vox su apoyo en la moción de censura para cambiar el Gobierno. La información reflejaba que tanto socialistas como los miembros de Ciudadanos estaban planteándose ‘aceptar el pin parental’ como moneda de cambio. El viernes, una vez que la moción fue rechazada y que los tres diputados díscolos de Vox no habían tumbado a López Miras, se anunció que uno de ellos iba a ser nombrado consejero de Educación. Escribí aquí el pasado 16 de marzo que el gran beneficiado de la moción iba a ser López Miras. Y me equivoqué. No había contado con esos tres diputados que han vivido durante dos semanas su momento de gloria, agasajados a derecha e izquierda, como turistas adinerados que pasean por un zoco de Teherán. Y sin un ápice de sorpresa, fíjese usted, la mercancía preferida ha sido la Educación. ¿Quién lo hubiese dicho?

La situación que vive nuestro país en materia educativa es una tragedia desde hace muchos años. Pero el agravante de los últimos tiempos convierte el problema en una enfermedad crónica. Hemos sufrido ocho leyes educativas en cuarenta años, cada una de ellas con sus respectivas mermas de contenidos, hasta convertir al alumno en un mero partícipe de un proceso que nace ya viciado y destinado al fracaso de la mayoría de sus participantes. Todas las leyes sin excepción prometían la excelencia, el paraíso, la inigualable calidad del producto (como la radio a pilas comprada en el bazar y el bolso de piel auténtica del zoco de Fez) y todas han terminado en el agujero de las leyes derogadas por el partido de turno, tras unos años de zozobra administrativa. PP y PSOE se han repartido las culpas y la responsabilidad de que hoy en día España sea un país más inculto, menos preparado, con mayor fracaso escolar y con peores resultados en comprensión lectora. ¿Acaso no esperaban que ambos fuesen capaces de regalar la Consejería de Educación a unos diputados que han sido desterrados de su propio partido?

La cuestión de fondo, en este caso, es el pin parental, la medida estrella de Vox que se está aplicando progresivamente en Murcia y que se desarrollará curiosamente gracias a unos expulsados del partido, ironías del destino. El pin parental pone en el centro del debate la necesidad de control sobre los contenidos de las charlas en los centros educativos, sobre todo en lo referente a las cuestiones de género, LGTBI y educación sexual. La visión de Vox es catastrofista en este aspecto, como si los institutos de la Región se hubiesen convertido en ejes de libertinaje sexual donde a los estudiantes se les inculca las más depravadas prácticas sexuales. Pero los datos oficiales no presentan esa realidad, pues apenas se han dado casos de quejas por parte de las familias. Sin embargo, sería iluso creer que todas las charlas que se dan en los centros públicos, no ya de Murcia, sino de España, no responden a un sesgo ideológico determinado (y siempre inclinado en la misma dirección). Además, son impartidas, en algunos casos, por personas cuya formación deja mucho que desear. Ejemplos he presenciado yo mismo, como docente. ¿Pero cuál es la solución? Dar a los padres un derecho a veto no parece ser el maná que soliviante el problema, sino exigir más control de calidad a los profesionales de la educación a la hora de escoger a quiénes impartirán estas actividades complementarias.

En un centro de Sevilla presencié cómo una ponente defendía el velo como ejemplo de liberación de la mujer y el alumnado rechazó la idea con argumentos críticos. En aquel momento sentí orgullo de que ellos fuesen capaces de rebatir ‘unas verdades’ que pretendían ser impuestas ¿Se debe en la escuela pública promover este tipo de ideas? Claramente no, pero es tarea del equipo de docentes, y no de los padres, seleccionar con criterios pedagógicos lo pertinente de lo superfluo y dañino.

No han tardado los sindicatos educativos en acudir a su puntual cita con la protesta. Desde el mismo momento en el que se supo que la consejería de Educación llevaría el sello voxiano convocaron concentraciones y manifestaciones para clamar por «la falta de libertad y la censura» que según su juicio, el pin parental lleva adherido. Ha supuesto un respiro volver a verlos desfilar por las calles, tras estos meses de inactividad revolucionaria. Sinceramente, los esperé al ser aprobada la Ley Celaa, dañina a la educación como pocos hechos en la historia reciente, pero sus gritos no se hicieron notar ni en las plazas ni en las redes sociales. Este hecho es sintomático para entender que la educación en España sufre el mal de la polarización. No se lucha por una educación pública de calidad y en libertad, sino por imponer un modelo que aplaste al contrario.

El pin parental no mejorará la salud de nuestra educación. Y probablemente la empeore. Pero a estas alturas, son tantas las heridas que ha recibido el cuerpo de nuestro sistema público que no le caben más cicatrices en la piel. No he visto ni una sola manifestación convocada por los sindicatos para protestar por que el español no se enseñe, en igualdad de oportunidades, en todos los territorios del Estado. Tampoco sobre la muerte programada (y sin eutanasia, más bien lenta y dolorosa) que ley tras ley le propician al latín, al griego y a la filosofía, pilares de nuestra sabiduría. Ni sobre la vergüenza que supone que un alumno, una vez que entre en vigor la LOMLOE, pueda titular Segundo de Bachillerato con materias suspensas o lo devaluada que está la labor del profesor, convertido en última instancia en un animador contra el tedio y alejado de su antiguo oficio, enseñar su materia de una forma noble y digna.

Sí, el silencio de los sindicatos ha sido tan estrepitoso que solamente se conjuga con lo esperado de su respuesta. Ellos también han participado del mercadeo de la educación pública en nuestra Región y en nuestro país. Políticos, sindicalistas y pedagogos han perforado el nombre de la Educación creyendo encontrar petróleo, cada uno a su manera. Vox solamente ha puesto su granito de arena en esta montaña de mediocridad interesada. Y todos han conseguido que su valor sea tan insignificante que pueda ofrecerse como moneda de cambio en una moción de censura, sin importar la ideología. Como en un mercado persa, regateando hasta la extenuación, sin decirle al turista que la radio no incluye las pilas y que terminará decorando el salón. Un objeto inútil al que limpiar el polvo. Pasen, vean y compren de nuevo.