JOSÉ VENDIDO EN MARSELLA

Cuando el barco de tres mástiles Faraón hace su entrada en el puerto de Marsella, es ya portador de la desgracia. La lentitud de las maniobras llama la atención del armador que acude con otra embarcación a su encuentro. La nave entra con parsimonia, grandeza y gravedad. Es como si escucháramos un preludio de Chopin, un lento assai cargado de tristeza, de melancolía; igual que si de repente nos encontráramos con las notas soñadas por Sibelius para su cisne de Tuonela, y entonces imaginamos el barco como si fuera la majestuosa y bella ave que navega por entre las aguas tranquilas de la laguna que está el reino de los muertos.

El Faraón porta un nombre inequívocamente funerario. Su cargamento consiste en algodón egipcio, y por ello no dejamos de pensar en un sudario, más aún al conocer que el mando lo ostenta el primer oficial, un joven meridional, bello, inteligente que lleva el mar en su mirada, llamado Edmundo Dantès, después de que el capitán haya fallecido durante la travesía. La muerte entra por el puerto de Marsella.

La brillante estrella del joven Dantès (cuyo destino, narrado en todas las lenguas del mundo, fue creación brillante e inmortal de Alejandro Dumas) suscita el odio y la maledicencia de quienes le envidian, de quienes no pueden sufrir que su juventud y su inocencia salgan triunfadoras de las aguas encrespadas del mundo, que la felicidad más completa le espere ya, por así decir, a la vuelta de la esquina. Respetado por sus subordinados y por sus superiores, de quienes por edad hubiera podido ser hijo, amado por su prometida, el mejor hijo del mejor padre, goza de su felicidad con una forma lícita, humildemente mostrada y sin ostentación. Es por tanto insufrible a los ojos de quienes se prometen grandes cosas si logran ocupar el lugar que deje libre héroe tan incómodo. Le observan con mirada envidiosa y trazan planes funestos contra él.

Así es vendido y traicionado por maledicentes y rencorosos. Con todo, nunca lo bastante valientes para mancharse las manos con su sangre, ponen en marcha simplemente los mecanismos de la delación y la difamación para encerrarle en vida dentro de las profundidades más oscuras, en una prisión, verdadera morada del Hades, levantada por mano humana. Para desgracia del joven Dantès, que también lleva el nombre legendario de otro viajero a los infiernos, el círculo de la desgraciada se cierra al ser él mismo custodio de una carta fatal, como último servicio para el difunto capitán, y que al ser su portador, le compromete como si fuera un agente complicado en peligrosas conjuraciones contra el Estado. Esta nueva carta de Urías es la prueba final contra su causa, incautada entre sus efectos personales. Significa la desgracia total, la condena sin remisión dentro del tenebroso castillo de If, la muerte simbólica y la extinción de su nombre, borrado para siempre de entre los vivos.

Así es como reaparece ante nosotros el personaje bíblico, eternamente renovado, de José, el inocente, vendido en el desierto por los mismos hermanos que lo traicionaron llevados por el odio que les inspiraba su juventud, su perfección humilde que no había humillado a nadie. Los cobardes, sin ser tan decididos como para arrebatarle la vida, lo hicieron encerrar en una cisterna abandonada para que luego fuera vendido como esclavo y acabara en una prisión egipcia, de la que habría de salir con un nombre de nuevo, primero vengador, brazo ejecutor del Faraón, y luego como opulento redentor y proveedor de abundancias. Es un arquetipo válido y recurrente, variación del mismo tema, que va de José a Edmundo Dantès, un recordatorio perenne del sacrificio que han afrontado y afrontarán en todas las épocas aquellos que, nacidos inocentes, han de sucumbir en prisiones desconocidas, destinados a ser contados entre los muertos, y sin la garantía de poder gozar de un monumento literario que los reivindique y les conceda, por piedad, la dignidad de la memoria.

Profesor de Historia Antigua

de la Universidad de Murcia