Proliferan en esta última década los libros sobre Europa y no quiera la musa de la Historia que se deba al canto del cisne, que solamente deja escuchar su melodía cuando va a morir. La circunstancia que hace especial Los europeos. Tres vidas y el nacimiento de la cultura cosmopolita radica en su forma y en su contenido. En él se conjugan la melancolía y la rigurosidad, la belleza y la arqueología de un tiempo extinto. Es un acercamiento profundo a las raíces culturales europeas, pero sin lugares comunes y sin cursilería. El viejo continente examinado a las claras, en una época, el siglo XIX, en el que Europa aún era el faro de la civilización occidental y no se dejaba arrastra por las modas efímeras que vienen de Norteamérica.

El historiador británico no ha escrito un epitafio, como algunos intuirán. Ha enseñado el camino para la vida común entre habitantes de este singular territorio que no comparten una misma lengua, pero sino un único acervo cultural, diseminado en cientos de variantes. La cultura es la mayor entrega que Europa ha dado al mundo y solamente a través de ella pueden las sociedades modernas aferrarse cuando las tribulaciones impidan encontrar la senda justa. Figes demuestra que muchas veces no basta con fijarse en el siglo XX para entender nuestro hoy, sino que hay que exigir una mirada más amplia. El siglo XIX es sin duda el tiempo de los grandes avances que han conformado nuestro día a día. Hablamos de una época dorada de la tecnología al servicio del ciudadano. Las ciudades acortaron las distancias gracias al ferrocarril, la luz eléctrica empezaba a hacer su aparición en las oscuras calles de las metrópolis y la música embelesaba cada noche a una aristocracia ausente de los problemas reales.

Los europeos cuenta de una forma transversal la historia de Iván Turguenev, novelista ruso de corte realista; Pauline Viardot-García, mezzosoprano francesa de ascendencia española y Luis Viardot, escritor e historiador, esposo de Viardot-García. El triángulo amoroso que propone el libro es la excusa perfecta para analizar un siglo apasionante. De París a San Petersburgo, la vida de los tres personajes se va entrelazando y va dejando huella en cada uno de los escenarios que han conformado el espejo en el que se mira la alta cultural. Y todo ello basado en el cosmopolitismo, tan necesario como original. Esa es la fuerza que ha movido el destino del continente, la que hacía a espectadores rusos disfrutar de una ópera italiana cantada por una voz francesa. Es un tiempo también en el que la ópera no era solamente el beneficio de las clases altas. Los fenómenos operísticos movían a toda la sociedad, sin importar la renta y la calidad del frac. Si en nuestro siglo el espectáculo operístico se ha convertido en un reducto aristocrático, conviene apreciar lo que demuestra Figes, que las temporadas de ópera enfervorecían a las multitudes de todos los países del continente.  

El libro de Figes ataca la fibra sentimental del ser europeo. Un continente que no solamente fue forjado por las guerras y los tratados de paz, sino que se estructura con las novelas decimonónicas, de Victor Hugo a Tolstoi, en las salas de teatro, en la Scala de Milán y en la Ópera de San Petersburgo, con un aria de Donizetti, el coro de los esclavos de Nabucco y la finura de Berlioz o la tenacidad melancólica de Chopin. Una esencia, la europea, que también se vislumbra en la pintura, del Romanticismo al Impresionismo, cuando los pinceles descubrieron que la sociedad estaba en movimiento y había que captarla tal como era, y no como debía ser. El lector siente cierta tristeza al comprobar que la grandeza cultural del continente vive encerrada en los museos y en las salas de los teatros, pero que no se materializa en el mundo de los vivos. Poco queda de la grandeza musical en el ciudadano medio, por no decir del hábito lector de las grandes novelas que narraron las cicatrices europeas, de Napoleón a Bismarck. 

Los europeos no podía llegar en mejor momento. La Europa de nuestros días vive tribulaciones que no le son novedosas, pero actúa con una inocencia pasmosa. Se demuestra, de un tiempo a esta parte, en la nefasta gestión del Brexit a ambos lados del Canal, en la inmolación británica hacia un mundo más individualista y cerrado (todo lo contrario de lo que ha sido siempre el continente) y la permisividad con respecto a los nacionalismos de corte radical, como los encabezados por iluminados como Puigdemont, que hablan de democracia y destilan beligerancia. Por eso es tan necesario volver al pensamiento común de aquella Europa enfrascada en la música y en las salas de conciertos.

No resulta difícil acordarse de El mundo de ayer de Stephan Zweig, como epílogo a estos años que Figes retrata con tanta sinuosidad. En la obra del historiador británico está latente también el pesimismo de un continente que verá inconclusos sus sueños de paz. Aquella Europa maravillosa y excelsa saltó por los aires en el Puente Latino de Sarajevo y se dejó a lo mejor de su generación en el Somme. Toda la técnica y la delicadeza de un tiempo fue destruida en cinco años, durante la I Guerra Mundial, haciendo evidente que ni las sociedades más cultas y preparadas están a salvo de la barbarie. Esa es la gran enseñanza que podemos adquirir de la historia de Europa. Esa es la gran advertencia que interpretamos de Figes. Hubo una Europa conectada entre sí por las novelas y la música, y no solo por las mercancías y el totalitarismo. Esperemos que el alegato de Figes no caiga en saco roto. La historia, de nuevo, nos muestra el camino, pero para ello debe salir de las estanterías.