«Ya he dado fin a una obra que no podrán aniquilar ni la cólera de Júpiter ni el fuego ni el hierro ni el tiempo devorador. Que ese día que no tiene derecho a otra cosa más que a mi cuerpo acabe cuando quiera con el transcurso de mi vida incierta; pero en la mejor parte de mí yo viajaré inmortal por encima de los astros de las alturas, y mi nombre será indestructible, y por donde se extiende el poder de Roma sobre la tierra subyugada, la gente me leerá de viva voz, y gracias a la fama, si algo de verídico tienen los presentimientos de los poetas, viviré por todos los siglos».

Son estas las palabras finales de Las Metamorfosis de Ovidio en la traducción de 1994 de Antonio Ruiz de Elvira para la Colección Alma Mater del CSIC.

Los siglos han demostrado lo cierto de la predicción del vate, nacido hoy hace 2069 en Sulmona, como él mismo nos dice con orgullo en los primeros versos de su elegía autobiográfica, Tristia IV 10, escrita desde su supuesto exilio en Tomis, en la Dobrudja, muy cerca de la actual ciudad de Constanza en Rumanía. Ovidio no solo continúa vivo iniciada la tercera década del segundo milenio d. C., sino que el tiempo, lejos de devorarlo, lo ha transmitido a generaciones de lectores, escritores y artistas de toda condición. No hay época ni lugar donde no haya encontrado eco, porque el poeta inconformista y extrovertido que llegó a convertirse en la segunda fuente literaria más importante de la Literatura Latina de la Antigüedad, después de Virgilio, como ya reconoció Marcial en el siglo I d.C., y a quien Auguste Nisard llamó el Voltaire del siglo de Augusto, es actual en todas las épocas y su influjo ha dado materia y ha permeado innumerables obras de creación.

En 2017 se celebraba en todo el planeta el bimilenario de su muerte, y fue entonces, en el marco de un acto que en su honor organizó la Universidad de Murcia en que participaron importantes especialistas en Ovidio como los doctsores María Consuelo Álvarez (directora de mi tesis doctoral sobre el Ibis ovidiano), Vicente Cristóbal, Rosa María Iglesias y Francisca Moya, cuando surgió la idea que ha fructificado en una obra coral recientemente aparecida gracias a la doctora Ruiz Valderas dentro de la colección Diálogos del Mundo Antiguo de la Fundación Teatro Romano de Cartagena, que se presentó esta misma semana.

Con motivo de tan fasto aniversario tuve la fortuna de ser invitada a un encuentro científico homenaje a Ovidio que se celebró en Constanza, donde pude contemplar con mis propios ojos ese Ponto Euxino, como en la Antigüedad se conocía el peligroso Mar Negro, a cuyas orillas hubo de llorar el vate la injusticia de su destierro. Sus súplicas para conseguir que se le condonara no llegaron a buen puerto, pues sus lamentos fueron desoídos por Augusto primero y por Tiberio después.

Pude entonces introducirme en un mar azul, sereno y tibio muy alejado del que en mi imaginación se había forjado a través de las quejas ovidianas, y también depositar a los pies de la escultura de Ovidio (obra de Ettore Ferrari en 1887, que se alza en Piața Ovidiu, frente al Museo Arqueológico), unas flores como ofrenda al cantor de los tiernos amores.

En agosto acudí a Sulmona, la ciudad del amor, y me hospedé en el Hotel Ovidio Santa Croce solo por el placer de visitar la tierra peligna en la que vio la luz primera mi admirado poeta. Recorrí en bicicleta los alrededores, con los Abruzzos de fondo, y llegué a Fonte d’Amore, entorno idílico donde sendos carteles exhibían junto a una fontana versos ovidianos evocando a Corina y refiriendo la distancia que separa Sulmona de Roma, que a mí se me hizo interminable cuando unos días más tarde me dispuse a recorrerla en autobús para ir al encuentro de mi amiga Antonella Fabriani, en la ciudad eterna.

En la piazza XX Settembre de Sulmona pude también contemplar la escultura, de 1925, copia de la de Constanza, de la que solo se diferencia en que en esta Ovidio sostiene un cálamo y en el hecho de que cada año en este día el liceo que lleva su nombre engalana su broncínea testa con una corona fresca de laurel.

Ovidio me fascinó desde que Félix Sánchez Martínez, entonces joven profesor de Latín en el Instituto de Santomera, nos lo acercó en tercero de Bachillerato, y ha correspondido a mi veneración regalándome los mejores momentos en lo profesional y trayendo a mi vida el amor, como él solo podía, de forma sorpresiva y mágica.

Por eso ocupa para mí un lugar de honor, y hoy, que sería su cumpleaños, quiero hacerlo constar públicamente.

Feliciter, tenerorum amorum Poeta!