Vivimos un momento histórico en el que la acción antropogénica sobre la tierra ha causado profundas transformaciones globales a través de un modelo de desarrollo que agudiza y perpetúa las problemáticas sociales y escinde la relación entre el ser humano y la naturaleza amenazando las bases materiales que sostienen la vida. Ante esta situación, el diálogo entre ecología y género se presenta como un eje fundamental para salir de la crisis civilizatoria. Y es que cuando ahondamos en las raíces de la opresión y la subordinación de las mujeres dentro de las sociedades patriarcales y de la actividad humana que conlleva la destrucción de la tierra y sus ecosistemas, nos damos cuenta de que esas raíces son comunes en su origen.

La economía, la política y la cultura se han constituido de espaldas a dos condiciones imprescindibles para el sostenimiento de la vida, pero que sin embargo suelen pasar desapercibidas: la ecodependencia y la interdependencia. Estas condiciones se refieren, en primer lugar, al hecho de que respiramos, nos alimentamos, y obtenemos de la tierra todo lo que necesitamos para sostener el metabolismo social. En segundo lugar, a que la vida de las personas se materializa en cuerpos vulnerables y finitos que necesitan ser cuidados a lo largo de toda su existencia para sostenerse en el plano material. Sin embargo, la naturaleza está translimitada y los trabajos de cuidados han sido realizados principalmente por mujeres invisibilizadas en los márgenes del sistema, y no de forma voluntaria, sino porque las sociedades patriarcales lo imponen de esta manera a través de los procesos de socialización y la división sexual del trabajo.

¿Y cómo hemos llegado hasta aquí? Esta forma de relacionarse entre los seres humanos y con la naturaleza tiene sus orígenes en el modelo de pensamiento occidental que sienta sus bases en la modernidad y se expande al resto del mundo a través de procesos violentos de colonización, y neocolonización a través de normas comerciales y procesos extractivistas. Durante esta etapa, la modernidad, desde la lógica newtoniana, se extiende la idea de la percepción de la naturaleza como una gran maquinaria de la cual podemos predecir su comportamiento. En la misma línea, el dualismo cartesiano opone la sustancia material a la sustancia pensante dando lugar a la concepción de animales y plantas como máquinas que obedecen a las leyes de la mecánica. Esta noción de exterioridad sirve de propósito para establecer un muro entre la naturaleza y el ser humano que sitúa a la primera en una posición de subordinación. A su vez, debido a procesos biológicos como el embarazo, o las actividades que se asignan a las mujeres por su rol reproductivo, la mujer se percibe como más conectada a la naturaleza, y esto da lugar a la devaluación de lo femenino por su asociación a un elemento previamente devaluado como es la naturaleza (Puleo, 2011).

De esta manera, se han establecido una serie de dicotomías que se oponen entre sí y presentan una relación jerárquica en la cual uno de los términos cae del lado masculino representando la normalidad y el otro cae de lo femenino quedando relegado a la otredad y convirtiéndose en invisible. Estas dicotomías son mujer/hombre, naturaleza/cultura, emoción/razón, ciencia/saberes tradicionales, público/privado, reproducción/producción… Así es como el hombre blanco, burgués, heterosexual, y supuestamente autónomo ha asumido el papel de sujeto universal y los valores masculinos también.

Este modelo de pensamiento occidental que sirve de base para la revolución industrial ha dado lugar a la consolidación de un modelo de desarrollo que no atiende a la naturaleza ni las adversidades de sus procesos y que entiende el progreso como crecimiento económico sin fin, haciendo uso de recursos finitos como si fueran infinitos y apoyándose en el trabajo de cuidados que realizan mayoritariamente mujeres. La ilusión de la producción se ha adueñado de nuestra forma de interpretar el mundo originando una especie de teocracia productivista que genera una falsa creencia en la capacidad de crecer económicamente de forma ilimitada.

El problema es que el sistema socioeconómico es un subsistema abierto que extrae recursos finitos, absorbe energía y genera residuos, estando insertado en un sistema cerrado como es el ecosistema terrestre, que no intercambia materiales con el exterior, muy poca energía (la solar), y donde la única producción es la de la fotosíntesis, que es bien poca. Esto quiere decir que extraemos (principalmente de los denominados países del sur) y transformamos, pero no producimos nada. La producción en términos industriales no existe, es una fantasía antropocéntrica que solo se mantiene cuando situamos el mercado y la acumulación de capital en el centro de todos los procesos y asignamos el dinero como la única medida de valor (Orozco, 2011).

La otra cara de la producción es la reproducción, la reducción del trabajo al empleo remunerado ha derivado en la invisibilización del trabajo de cuidados que realizan mayoritariamente mujeres que en muchos casos no tienen derechos por ellas mismas, sino a través de un vínculo con alguien que participa del mercado, normalmente a través del matrimonio. Pero es que, además, una vez conseguidos los derechos de acceder a los mercados de trabajo asalariados, una vez dentro de la esfera económica, nos encontramos con que estos trabajos de cuidados no pueden dejar de hacerse, y las mujeres mayoritariamente asumen una doble tarea.

El ecofeminismo propone la transición hacia nuevos modelos de organización socioeconómica que pongan la vida en el centro.

Ello implica iniciar una reflexión acerca de aspectos como qué cosas se van a mercantilizar, en que condiciones, y que necesidades satisfacen. Que vamos a considerar trabajo, el valor que se le asigna, y como va a ser repartido, o lo que es una vida que merezca la pena ser vivida.

En definitiva, invito a repensar los conceptos de vida y de ciudadanía.