La incógnita es si la democracia sobrevivirá a la transparencia. Nada de lo que ha ocurrido estos días debería sorprendernos. Las conspiraciones, las venganzas, la traición… forman parte de la política porque la lucha por el poder es uno de sus componentes. Sin embargo, se ha producido algo que nos sitúa en otra fase: un despertar, un hartazgo. Creo que todos lo hemos podido comprobar, cada uno en su entorno, en las conversaciones con nuestros amigos. Un desencanto profundo, la sensación angustiosa de que hemos cruzado una línea y que no hay vuelta atrás. Lo sabíamos, pero no verlo mantenía a raya la decepción; a una prudente distancia, no se percibía el hedor. Ahora, me decía mi amigo Pedro Luis, se acabó la farsa, ya no hay forma de disimular la vergüenza ante la desnudez del emperador. Ahí quedan, para el presente y la historia, las dos portadas del juego de tronos con las que este periódico ha colocado el espejo en el que nuestra democracia no quiere mirarse.

«Es la política, amigo», titulaba Belén Unzurrunzaga su columna, en la que describe lo ocurrido como un cambio de sillones orquestado por las cúpulas de los partidos y alimentado por caprichos y venganzas personales. Así es la política, una conspiración en la que todo vale y que, a menudo, sacrifica los intereses comunes por la ambición de poder. Se hace difícil creer otra cosa. Pero no es lo mismo saberlo que aceptarlo. La posibilidad de verlo en toda su crudeza, como ha ocurrido estos días y seguirá ocurriendo, no debería suponer la resignación al desencanto o, lo que es peor, el triunfo del cinismo.

La democracia se inventó como una defensa contra la política entendida como lucha de poder. Para sobrevivir necesita confianza. Necesita ideales porque ella misma es un ideal, el más alto imaginado por el ser humano en su larga experiencia de horror y estupidez. El ideal de que la razón, el pensamiento libre, el control mutuo, la separación de poderes, la participación de todos, el diálogo, la discusión, el respeto de la dignidad individual y la rendición de cuentas frenará la corrupción del poder. Es idealista, pero también realista. No promete paraísos. Sabe que esto es lo que hay. Sobrevivirá si no huimos espantados ante el horror del espejo y mantenemos, todavía, la apuesta. Nos llamarán ilusos, pero no hay alternativa.

Como se suele decir, la democracia es demasiado importante para dejarla en manos de los políticos. Y más ahora que parece que de entre ellos se van yendo los mejores, aquellos que pueden errar en sus estrategias, pero que actúan con algún sentido de la nobleza y la honradez. Un ideal necesita héroes que nos ayuden a mantener encendida la antorcha de la rebelión contra la rebelión de las masas.