Para las personas ajenas a palacio, la monarquía es una curiosidad zoológica. Impresiona el tigre desperezándose mientras abre sus fauces descomunales, pero este despliegue monumental que ha requerido miles de millones de años de evolución, léase El quark y el jaguar de Murray Gell-Mann, te ha abandonado horas antes de arrojarte sobre el sofá de Netflix.

Imagina por un momento el drama de los mamíferos o incluso aves que compiten en inferioridad de condiciones con el felino, que jamás alcanzarán su gloria. Preserva, pues, un hueco en tu misericordia para Cristina de Borbón, Elena de Ídem, Enrique de Inglaterra, príncipes que nunca reinarán por un error de la Constitución. Sobre todo cuando, como es el caso de la primera y el tercero de los citados, se casan con plebeyos de ambición desmedida.

No todo el mundo sabe que la Infanta Cristina es una fanática de la información política, una devoradora de tertulias. Espoleada por un esposo de inteligencia menguada pero codicia mayúscula, por fuerza debió pensar que la soltería de su hermano menor y la indisponibilidad de su hermana mayor pavimentaban La Zarzuela y el país consiguiente para una esplendorosa Familia Real. Una ambición pervertida por el dinero, vaya tópico.

Es llamativa la actitud de los monárquicos que fabrican a los Reyes a su imagen y semejanza, por lo que hoy derraman sobre Felipe VI las mismas consideraciones exultantes que en su día vertieron sobre Juan Carlos I, con el resultado de sobras conocido.

Sin embargo, no es necesario soñar que el Rey premiará algún día tus desvelos acariciándote el lomo, para ponerse del lado de Isabel II en su lucha en el barro con la liante Meghan Markle. Los soñadores piensan alborozados que la actriz es capaz de acabar con Buckingham Palace. Si solo fuera eso.

Con un principesco patán al lado, puede liquidar una civilización entera. Y no tenemos otra.