El 13 de marzo de 1902, un día como hoy, en la ciudad de Madrid se matriculó el primer automóvil, un lujoso Renault descapotable propiedad del marqués de Bolaños. Sin duda fue este un hecho digno de conmemorar, pues la importancia de los coches está fuera de cuestión y se nos antojan imprescindibles a quienes habitamos a cierta distancia del lugar de trabajo.

Si conociéramos con exactitud la fecha de la invención de la rueda, conditio sine qua non para que un vehículo gire y que se considera como el top de los inventos, habría que celebrarlo comme il faut. Pero, aunque también gira, no es a una rueda a lo que hoy quiero referirme como motivo de celebración, sino al sol y a la tierra, a la relación entre ambos y a la nuestra con ellos, ya que como es bien sabido el año se mide en función del movimiento de traslación de la tierra alrededor del sol y nuestro aniversario va ligado indefectiblemente a tal movimiento.

Llegué al mundo tal día como hoy en el Hospital de la Santa Fe de Sabadell (Barcelona).

33 años y 3 horas después, también un 13 de marzo, vio la luz por primera vez mi hija Irene, que hoy cumple 20 años, convirtiéndose para mí en el mejor regalo de cumpleaños que hubiera podido soñar. Así que hoy en casa estamos de celebración doble, aunque entre las muchas cosas que contra todo pronóstico han cambiado en nuestro mundo en el último año se encuentre la de la forma de celebrar. Como estoy segura ocurre a la mayoría, a veces fantaseo con la idea de que un día no lejano la que se ha convertido en nuestra cotidianeidad vuelva a ser un inquietante relato distópico que contar a quienes aún no han nacido, especialmente amargo para quienes han sufrido en primera persona la enfermedad, pero tremendamente perturbador para todos.

Tras una crisis de salud que llevó a mi padre a la UCI, en vísperas de mi cumpleaños el año pasado le dieron el alta, lo que supuso un alivio tremendo. Pero ese alivio se vió eclipsado en parte por la coincidencia con la declaración de estado de alarma nacional y el confinamiento que nos arrebató la primavera y me dejó sin poder celebrar como hubiera querido.

La prudencia y las autoridades imponen que se observen medidas higiénicas extremas por causa de la crisis sanitaria que ha provocado el virus contra el que seguimos luchando. Estas medidas desaconsejan, por ejemplo, un gesto tan común hasta hace un año como el de soplar las velas de una tarta tras el acostumbrado, popular y por lo general desafinado canto del ‘cumpleaños feliz’.

A lo largo de este año me he reafirmado en mi convencimiento de que no hay que escatimar a la hora de las celebraciones, y no me refiero con ello a grandes fastos ni a motivos extraordinarios. Cualquier ocasión que lleve implícita la alegría es buena para celebrar. Hay montones de motivos que la vida nos regala cada día. Felices aquellos que tienen a quien amar y con quien reír, porque no hay motivo más grande para celebrar, conmemorar o festejar en lo íntimo y, cuando sea posible, con la concurrencia de aquellos a los que queremos.

La palabra ‘celebrar’proviene del verbo latino celebrare, que significa frecuentar, asistir a una fiesta, e implica la reunión y el encuentro gozoso con las personas que nos importan, y que hoy por hoy, con esta alteración de usos y costumbres que sufrimos, no puede llevarse a cabo con normalidad. Celeber es el adjetivo emparentado etimológicamente con dicho verbo y significa concurrido, frecuentado, numeroso y abundante. En castellano su uso se extendió a principios del siglo XIII como documenta Corominas en su Diccionario etimológico de la lengua castellana. También al siglo XIII remonta el empleo de la palabra ‘fiesta’, que igualmente deriva del latín.

A propósito de latines, quiero referirme al poeta latino Ovidio, que pasó a la inmortalidad hace poco más de dos mil años, y que según nos cuenta nació un 20 de marzo.

El miércoles próximo en su memoria presentaremos en el Teatro Romano de Cartagena una antología poética en la que han participado un buen número de poetas y escritores murcianos, que han unido su voz a la de otros muchos de distintas latitudes y épocas. Para mí es un motivo de alegría hacerlo, como lo ha sido el contar con la entusiasta participación de tantas personas que han hecho posible tal homenaje, bajo los auspicios de la Fundación del Teatro Romano.

Quiero aprovechar el altavoz de esta página para expresar mi más sincero agradecimiento a quienes a través de su felicitación han dado muestra de haber pensado en mí con afecto. Los deseos de felicidad son un regalo invaluable. Propiciarla, una auténtica bendición.

Profesora de Filología Clásica de la Universidad

de Murcia y escritora