Hay una brecha siniestra entre los gráficos estadísticos que cada mañana nos ofrecen los medios y las escenas de insolidaridad ciudadana que esos mismos medios nos muestran a renglón seguido; entre la autopsia numérica del virus y la ciega acción de los Gobiernos, entre las coloridas proyecciones de la curva y la burocracia de los ministerios; entre el sombrío rostro de los epidemiólogos y la despreocupada incompetencia de los políticos; entre la exactitud fría de los macrodatos y los difusos efectos de la enfermedad. Lo sabemos todo sobre la pandemia, pero no sabemos nada. La hemos medido hasta la saciedad y, sin embargo, no tenemos ni idea de qué hacer con las medidas.

Las estadísticas han adquirido un prestigio inusitado. Un batallón de científicos sociales reducen la epidemia cada día, cada minuto, a datos numéricos. Hablan con ‘los números en la mano’, como si los llevaran tatuados. Nada escapa a la evidencia empírica, convertida en peaje del conocimiento político y filtro mágico del debate público. Tenemos todos los datos verdaderos y, sin embargo, seguimos comportándonos como ignorantes fanáticos en un mundo plagado de fake news. Los mismos datos con los que construimos la realidad sirven para deformarla, con idéntico poder movilizador.

Por eso un fanático no dejará de serlo aunque se le demuestra la falsedad de sus datos. La fascinación por los números no ha hecho retroceder la tentación de la mentira. Hay algo que falla en ese despliegue estadístico. Es como si la realidad numérica fuera una superficie impermeable sin conexión con nuestras vidas, como si pusiera el foco en una parte del escenario desviada del centro donde ocurre lo importante y además con un brillo estridente que desvía nuestra atención. La estadística es la burocracia del pensamiento.

La demostración empírica no es suficiente. Las estadísticas muestran solo una dimensión de la realidad, pero no dicen nada sobre las tensiones emocionales y psicológicas, sobre el clima moral y social. Pusimos nuestra confianza en la dura superficie de los hechos y no entendemos cómo perdimos el control. Decía Siri Hustvedt en un artículo que el tejido de la realidad ha sufrido una alteración trágica y no hemos encontrado la manera de ubicarnos en esa nueva realidad porque «es difícil habitar en un mundo que no hemos imaginado». La imaginación nos prepara para la vida que nos espera y ahora era más necesaria que nunca, porque esa vida ha llegado como lo inimaginable. El aislamiento, el dolor, el desconcierto, el miedo. Los números nada nos dicen sobre eso. Y un debate público atrapado en la fantasía de lo empírico es otra forma de enfermedad. Decimos: la cosa va mejor. Y no sabemos qué estamos diciendo.