Danae entreabre sus piernas y deja volar la imaginación del espectador. Su mano izquierda se desliza por el interior del muslo y en el techo de la estancia se forma una pequeña borrasca. Es Júpiter, a quien Tiziano representa como lluvia de oro, a punto de resbalar por el cuerpo de la muchacha hasta penetrar su vulva. ¿Admirar esta escena es participar de la violencia sexual que impregna la historia?

El Museo del Prado acaba de inaugurar «Pasiones mitológicas», una exposición que recorre, a través de 29 obras, la historia de la pintura de mitos grecolatinos y su influencia en la monarquía española, desde el siglo XVI al XVIII. Se muestran cuadros de Tiziano, Rubens, Van Dyck, Ribera o Velázquez que nunca antes se habían expuesto en la misma sala. Europa, Andrómeda y Diana se mueven por los lienzos con una corporeidad sublime, mostrando la perfección anatómica de sus cuerpos desnudos, tal y como vinieron al mundo, tal y como las querían ver los dioses y mortales que las raptaron y pintaron.

Nada nuevo bajo este sol mitológico. Las historias de héroes y dioses han servido a la humanidad como hilo conductor de una sabiduría primaria y como goce estético. Cayó Roma, se impuso el Cristianismo y los mitos siguieron sirviendo a los mortales como apoyo para sus empresas o para aprender a interpretar el mundo que los rodeaba, desde un poderoso rey hasta un niño que se duerme en la cuna. Confundir el verdadero significado y función del mito en pleno siglo XXI es grosero y demuestra, una vez más, cierto grado de ignorancia mezclada con cierta mala intención.

La muestra del Prado ha recibido algunas críticas que censuran la falta de perspectiva de género en la interpretación de los mitos por parte de la institución nacional. Una de las más llamativas ha sido la del periodista de El País Peio Riaño, quien aseguró vía Twiter que «habría sido una buena oportunidad para que el museo planteara desde qué lugar quiere contemplar e interpretar la mitología en el siglo XXI y qué valores son los que aportan a la comunidad. La experiencia de las salas saturadas de cuadros de mujeres desnudas no es agradable». En el acto de presentación de la exposición también preguntó «¿cuál es la responsabilidad del museo, hoy, a la hora de interpretar esos mitos después de la exposición Invitadas?

Pero la cuestión latente en nuestros días no es precisamente el significado que pueda tener una obra de arte determinada, sino si es necesario que una institución como el Prado marque las pautas ideológicas para ‘leer bien’ esa obra. Las preguntas asaltan a cualquier visitante de una muestra de arte. ¿Qué significa tener una mirada crítica? ¿Tienen las cartelas de los museos que orientar el pensamiento o simplemente deberían limitarse a una descripción formal? ¿Acaso la relación del público con el arte no debería estar basada en la libertad absoluta de poder interpretar el objeto artístico? ¿O tal vez se pretende ajustar la mirada crítica personal a las corrientes más puritanas del feminismo? Si fuese afirmativa la respuesta, ¿dónde queda la libre interpretación en la que el visitante del museo, el connoisseur, el amante del arte o el profano, decide, tras observar la obra, darle el sentido propio, el suyo, el que quedará para su recuerdo?

La idea de Riaño y de otras voces que promulgan un feminismo radical es la de que el cuadro, en tanto que representación de una realidad, no solamente manifiesta, sino que supone una apología de lo narrado con el pincel. En este sentido, Tiziano no se limita a pintar, sino que incita a los que observan el cuadro a perpetuar la cultura de la violación. Lo mismo ocurriría con los visitantes de «Pasiones mitológicas», que al contemplar cada cuadro celebrarían, sin saberlo, un mundo dominado por la violencia contra las mujeres. Pero olvida esta corriente que mostrar no es defender, y que la tarea del observador y amante del arte es siempre, frente a cualquier manifestación artística, plantearse qué está sucediendo, qué nos trasmite la obra y confrontarla con nuestros valores actuales. Pero confrontar no puede ser censurar.

Caen en el anacronismo los que piensan que Tiziano o Velázquez, que Ovidio u Homero representan la punta de lanza del machismo del siglo XXI. Los mitos surgieron en las primeras sociedades para explicar procesos naturales que el hombre temía y no podía comprender. Pero ya desde el siglo VI a. C. los presocráticos hicieron una distinción entre el mitos y el logos, entre lo puramente fabuloso y lo explicable bajo las leyes, entre la imaginación y la razón. Qué torpeza de nuestro tiempo volver a las épocas donde creíamos que el trueno era un enfado de Zeus. Tras el Rapto de Europa no se nos está lanzando un mensaje implícito en el que se nos anima a acosar sexualmente a la primera mujer que encontremos nada más salir de Prado. No olvidemos que el ser humano es ese ser racional que distingue entre ficción y realidad. Entre arte y vida.

Debajo de toda esta ideología late un discurso peligroso y que no es nuevo en la historia. Es el mismo impulso que cubrió con una hoja de parra los genitales de las estatuas vaticanas, el que vistió los cuerpos desnudos del Juicio Final de Miguel Ángel e incluso el que llevó al mismo Botticelli a quemar sus cuadros en la ‘hoguera de las vanidades’, una noche de febrero de 1497. En el siglo en el que por fin en Occidente se están poniendo los cauces necesarios para acabar con la desigualdad entre hombres y mujeres se manifiesta una pulsión reaccionaria que se parece mucho a la de momentos anteriores. Estos Savonarolas modernos pretenden imponer dogmáticamente su visión. Y basta una leve crítica, un paso dado en una dirección diferente a la suya, para que aparezcan las acusaciones de estar en contra del progreso de la mujer. No dejo de ver cierto paternalismo en este proceso mental de censurar cuadros del siglo XVI porque se muestra una imagen de la mujer diferente a la de nuestros días. En esta misma sintonía, deberíamos también eliminar a Garcilaso, Quevedo y Bécquer del currículo académico por menospreciar a la mujer y situarla en la vida como un objeto. Sin embargo, esta gente olvida que mostrar y enseñar es también examinar a las claras un proceso histórico y cultural. Ocultando ese pasado solamente se consigue ignorar las causas de las desigualdades e injusticias actuales.

No deja de resultar curioso que durante siglos la religión, en cualquier parte del mundo y en cualquiera de sus manifestaciones, limitase a las mujeres en su forma de vestir y actuar. La vara que servía para medir los centímetros de la falda y la peligrosidad del escote. En estos tiempos en los que nos creemos liberados de todas las cadenas ideológicas vuelven los sermones y la cinta métrica, pero no la sujetan sotanas, sino aquellos que critican que a los cuadros del Prado se les ve mucha carne. Incluso llegan a definir la exposición como «el Playboy de Felipe II». Será cierto eso de que los extremos se tocan, pero, por favor, saquen su incienso del Museo del Prado.