Apenas cuatro meses después de que por primera vez se celebrara en España el Día Internacional de la Mujer Trabajadora, el 8 de marzo de 1936, estalló la Guerra Civil que, como toda guerra, arrasó con vidas y derechos suponiendo un indudable retroceso y sembrando un odio que perduró mucho después de que, tres años más tarde, la guerra llegara a su fin. «La guerra ha terminado» fue el esperado mensaje que el 1 de abril de 1939 cerraba el último parte de guerra firmado por Franco anunciando el fin de la contienda bélica. Pero la guerra no había terminado por completo, como la historia nos muestra cada día.

El espíritu bélico anima al ser humano y se traslada metafóricamente a distintos campos, como el de las relaciones amorosas, donde desgraciadamente en ocasiones recupera su sentido literal, tan alejado de la idea de los campamentos de Cupido que defiende Ovidio, el magister amoris. En la defensa de posturas e ideas, dependiendo del temperamento de la persona defensora, la actitud con que lo haga será más o menos visceral o racional, y el modo más o menos pacífico o beligerante.

Al margen de que me parece ya no necesario sino imprescindible el derecho a la reivindicación, creo que hay una guerra (si se me permite la expresión) que no acaba nunca en lo que al tema de la mujer respecta. Se trata una vez más del lenguaje y en concreto del tema del llamado lenguaje inclusivo. Percibo una preocupante tendencia a criminalizar o cuanto menos acusar de retrógradas opiniones juzgadas a la ligera y al mismo tiempo a disculpar o justificar como muestra de libertad de expresión a verdaderos insultos a la inteligencia y alegatos torpes que incitan claramente a la violencia por medio de la vituperación y son apología del odio.

A los tres temas que tradicionalmente se consideran conflictivos en las conversaciones (política, religión y futbol) por cuanto tienden a exacerbar los ánimos y son potencial foco de conflicto cuando no prima el diálogo civilizado y el intercambio de opiniones tan enriquecedor y deseable, podría añadirse el del lenguaje inclusivo. Hay palabras en nuestra lengua que, como en latín, no presentan originariamente distinción de género para masculino o femenino (como la discutida ‘presidente’), por mas que a posteriori se haya creado un femenino con el que ha convivido o que lo ha desplazado, o que palabras que terminan en a pueden hacer referencia a masculino (taxista, autista…). Ya en latín muchos adjetivos de dos terminaciones, una para masculino y femenino y otra para neutro, que reproducía la oposición dicotómica del indoeuropeo de género animado (seres vivos) frente a inanimado (objetos), llegaron a desarrollar un femenino a partir del masculino. Este último se consideraba término no marcado, o genérico, y en su origen, pues, no implicaba exclusión, sino, por el contrario, inclusión.

Es innegable que el idioma es la expresión del pensamiento, y reflejo de la idiosincrasia de los hablantes, de modo que actúa al mismo tiempo como espejo y modelador de actitudes, pero creo que la cuestión de fondo no es realmente el lenguaje. Para mí la verdadera clave del asunto se encuentra una vez más en la actitud. Y en la educación, claro. Tanto en la educación en sentido amplio (es decir, en la formación intelectual), como en sentido concreto (lo que viene llamándose ‘buena’ o ‘mala’ educación). El respeto es fundamental siempre para que podamos dialogar y entendernos. Y es respeto lo que falta cuando se arremete contra quien tiene la ‘osadía’ de expresar su opinión sobre este tema. Ciega la pasión que desdeña todo aquello que vaya más allá de lo que se cree entender, y se considera un ataque, deduciendo de forma apriorística y muchas veces errada que hay una actitud reaccionaria o contraria al reconocimiento de los méritos en consideración del sexo de los individuos.

Me parece imprescindible reivindicar la figura de personajes femeninos (y, aunque en menor medida, también masculinos) que debido a distintos intereses han sido silenciados a lo largo de la historia, pero como un homenaje, no como un ataque, porque la confrontación no provoca sino confrontación, y la búsqueda de la igualdad no puede perseguirse por el camino de la división y el enfrentamiento, que resulta siempre estéril.

No me siento representada en determinados usos del lenguaje, ni considero que me quiten la calle como mujer el 8M, cuando la calle apenas existe para nadie en este momento y desaparece incluso a una hora determinada.

Animo al uso del adjetivo feliz, de género común (al menos, de momento) y, sobre todo, a la legítima búsqueda continua e incansable de la felicidad individual, que necesariamente repercute en la colectiva, independientemente de tendencias de cualquier categoría, ya se sea de derecha o izquierda, estoico o epicúreo, musulmán o cristiano, del Barça o del Madrid, o nada de lo anterior.