Apenas nos damos cuenta, pero pasamos nuestros días en lugares, ciudades y pueblos que alguien ha diseñado para que nosotros, precisamente, pasemos nuestros días.

Esos alguien suelen ser arquitectos, personas que no sólo manejan el enigmático arte de comprender que el baño va en tal sitio y el salón-comedor es preferible que mire a levante, sino que también imaginan y dibujan en limpios planos las calles por donde nos saludaremos al pasar con nuestros vecinos, y las plazas donde pasearemos los carricoches de las criaturas, tomaremos una horchata o nos juntaremos con nuestra pareja para jurarle amor eterno, sellando tan importante proclama con un fuerte y cálido beso en la boca.

Los arquitectos que imaginan el hábitat en el que transcurre nuestras vidas se llaman urbanistas y la responsabilidad que recae sobre sus espaldas no es poca. De su creatividad y de la habilidad con su tiralíneas, o modernamente con su ordenador, depende ni más ni menos el que los habitantes, vecinos, ciudadanos todos de las ciudades, tengamos las condiciones adecuadas para aspirar a la felicidad imprescindible, o al menos a un bienestar razonable.

Los urbanistas suelen volcar sus ideas en montañas de papeles y planos a los que se denomina con pomposos nombres como plan general de ordenación urbana, planes parciales, estudios de detalle, y denominaciones de este tipo. Documentos y planificaciones varias que no están ajenas a fuertes cargas ideológicas y conceptuales. En los setenta, los edificios se iban más y más hacia arriba, en calles rectilineas y ensanches periurbanos a menudo infames y marginales. En los ochenta, los urbanistas más comprometidos comenzaron a recuperar la idea de la calle como lugar de encuentro, y en los 2000, se impone la ‘ambientalización’ del espacio urbano y aparecen, al menos sobre el papel, los pasillos verdes, las zonas de tráfico pacificado y hasta el equilibrio energético en los edificios.

La pandemia está haciendo repensar también muchas cosas en el urbanismo. En estos meses, urbanistas, responsables urbanos y pensadores muy variados están debatiendo en infinidad de foros cómo hacer que las ciudades sean no sólo más sostenibles sino también más seguras sanitariamente. La ONU incluso dedica uno de sus Objetivos de Desarrollo Sostenible a estos asuntos. No sé muy bien en qué quedará toda esta conversación pública, pero sí que veo que es muy interesante. La pandemia, a buen seguro, marcará un punto de inflexión en las políticas urbanas. Y eso es bueno. Discutir cuanto se pueda de cómo hacer la vivienda y el urbanismo a la escala de las personas, ciudades multifuncionales, ecológicas en lo posible, integradas en su territorio, ‘metropolinizadas’, si es el caso, pero con cabeza, solidarias, cosmopolitas pero arraigadas en su cultura, ciudades mestizas, sensatas, sanas, mirando al peatón, con viviendas de precios asumibles, eclécticas, estéticas, bulliciosas sin estridencias, compartibles y amables, sobre todo amables. Ciudades como a todos nos gustaría que fueran las murcianas de siglo XXI. Yo me apunto a cualquier debate.