De repente es como si se hubiera abierto la caja de los espíritus. Miles de demonios danzan por las arterias y venas de nuestras ciudades, porque las calles de toda ciudad son como un sistema sanguíneo que recorre el cuerpo, de día y de noche. El caudal de ese organismo vivo que es cualquier urbe no deja de tener actividad. Aunque por lo normal se trata de un movimiento pendular, inagotable y tranquilo, una especie de continua sucesión de olas que no se cansan de completar ciclos interminables, también ocurre, como ahora, que los espasmos de una calentura inesperada cambian los flujos de tan regular corriente. Entonces, como todo organismo afectado de un acceso febril, este flujo sanguíneo también tiene alteraciones y sufre disfunciones graves.

Cuando este ser de mil cabezas, que forma el torrente sanguíneo y que circula por las capilaridades de nuestro hogar, se comporta como una gigantesca corriente oceánica, abandona los cómodos límites de lo predecible. Ahora la corriente, antes plácida, transformada en rápido desmesurado, cobra una fuerza desconocida, actúa de forma sorprendente; y los flujos se convierten en cascadas, en brazos violentos que arramblan o arrojan contra las rocas cuanto llevan, todo cuanto encuentran con una ceguera y con una fuerza de la que solo son capaces las fuerzas naturales sin conciencia.

Tales fenómenos suelen pasar en mitad de la noche, los concitan fuerzas ocultas que buscan la sorpresa y el descuido, el horario imprevisto, la hora nocturna para transformarse en un temporal que dure días o semanas. Es una tormenta que adquiere la dimensión de un huracán inesperado, fulminante. Las calles se metamorfosean en un torbellino de ira y rabia. Se retiran los apacibles ciudadanos y entran nuevos señores que las dominan, seres díscolos que exhiben una furiosa rebeldía.

Ocurre que los vehículos arden en las calles, los contenedores de basura se emplean como oportunas barricadas incendiadas, se escuchan gritos de furia y golpes de objetos lanzados contra persianas y paredes. Hay personas con el rostro ensangrentado. Miedo y Terror se abrazan. Pero cuando se agota la locura y la corriente humana recupera su movimiento reglado por la costumbre, habitualmente sujeto a una precisa sucesión de tiempo y ritmo, la calma vuelve. Tranquilizados, queremos creer que solo en ocasiones contadas, excepcionalmente graves como la presente, los males más funestos nos golpean con cólera. Suponemos que todo pasó, y con criminal descuido, nos preparamos para olvidar.