Hablar es atajar el silencio. Interrumpir la pausa. Ocupar un tiempo y negárselo a otros. Al hablar generamos un universo de expectativas. Al hablar despejamos todas las dudas.

Hablar desactiva la posibilidad de imaginar otra realidad. Exponemos la información que ya poseemos sin aguardar réplica. Mientras hablamos, no escuchamos. Confirmamos nuestras ideas previas. Buscamos respaldo y asentimiento. Poco importa la temática, el interlocutor o el contexto. Nosotros hablamos.

Esto explica que, tantas veces, hablar se limite sólo una reproducción indiscriminada de eslóganes, un ramillete de mantras que se repiten una y otra vez sin pasar por filtro alguno. Fuera de ellos, fuera de la seguridad que supone replicar lo que otros dicen, hace mucho frío.

Cada vez se habla más. El profesor Salaverría calcula que en España existe un medio de comunicación por cada 5.000 habitantes. A eso hay que añadir que 37 millones de personas (el 80% de la población) tienen un perfil en redes sociales, 22 millones en Facebook, 21 en Instagram y casi 8 en Twitter. El 89,5% de los españoles usan Whatsapp. Nunca como hasta hoy ha sido tan fácil hablar. Y vaya si hablamos.

Hablar es un gigantesco don. Hablar conquista, enamora, tranquiliza. Hablar arrulla, mima, protege, alivia. Un enorme caudal de posibilidades. Pero hablar también provoca, confunde, distorsiona, violenta. Hablar debilita. Hablar destruye.

Hablar no acostumbra a ser inocuo. Cuando hablamos hay de fondo una muda intención por modelar el mundo de los que nos escuchan. Primero buscamos la atención, después la aprobación y, al final, la influencia. Hablamos para que piensen como tú, para que sientan como tú, para que actúen como tú. Para que actúen, incluso, para ti. Donald Trump espoleba desde la presidencia de USA a los ultras para que asaltaran el Capitolio; Joaquín Torra, desde la presidencia de la Generalitat, animaba a ‘apretar’ a los radicales, y Pablo Echenique, desde el Congreso, alienta al vandalismo callejero contra un enemigo que es justo lo que él representa como diputado.

Cuando hablas, al final, hablas de ti. Hablar evita tu invisibilidad, tu intrascendencia. Te define, te exhibe, te va construyendo. Cuenta quién eres. Te desnuda por dentro. Hablar muestra tus límites, todos ellos: los lingüísticos, los profesionales, los humanos. Muestra más tu ignorancia que tu competencia, tus frustraciones más que tus anhelos, tus debilidades más que tus fortalezas. Muestra lo estrecho que puede ser tu mundo, lo limitado de tu mirada y lo podrido de tus intenciones.

Hablar es la mayor oportunidad que se nos ofrece para poder callar.