Apenas se ha cumplido el año en el que un tsunami ha recorrido nuestro pequeño mundo, de oriente a occidente y de norte a sur. De aquellas lejanas imágenes en las que unos chinos de la China iban por la calle con mascarilla, a las actuales, en las que hasta nuestros sintecho cumplen con la norma impuesta por la cruda situación, han pasado doce meses que han parecido una eternidad. La uniformidad se ha extendido a cualquier rincón del planeta y de los perversos efectos de la pandemia no se han librado ni el siervo ni el señor, el amo y el esclavo, el rico y el pobre, el afroamericano o el caucásico, el negacionista o el hipocondríaco. Como una ola democrática se ha extendido el virus, con las consecuencias ya sabidas tanto en la macroeconomía como en la de andar por casa en zapatillas.

Este primer cumpleaños, no obstante, nos ha permitido confirmar que en la vulnerabilidad del ser humano también hay gradaciones. Que las debilidades se maman desde la cuna, pasan por la niñez, la juventud, la madurez y, desgraciadamente, acaban en la senectud con unos resultados especialmente dolorosos. Ese fantasma que ha recorrido el mundo se ha cebado, especialmente, en quienes ocupan la base del escalafón social. Hemos visto morir a nuestros ancianos y ancianas en la soledad de una residencia o de una UCI, consolados, en el mejor de los casos, por un personal sanitario que ha experimentado a pie de cama el sentido vocacional de su oficio para estrechar unas manos en ese momento trascendental de la despedida.

Nuestras casas han sido el perfecto refugio antiaéreo ante el bombardeo que llegó sin apenas avisar.

Las sirenas nos obligaron a redescubrir los espacios de las viviendas y, por tanto, la falta de aquellos metros disponibles para un verdadero hogar, con balcones, terrazas y patios (en el mejor de los casos), o con la ausencia de aquellos, en el peor escenario. De ahí que hayamos tenido que aprender muchas lecciones de habitabilidad a marchas forzadas y a lamentarnos, en numerosos casos, por haber caído en las redes del boom inmobiliario de finales del siglo pasado y comienzos de este.

Quizá una de las principales lecciones asimiladas es que los niños han sido los verdaderos héroes a la hora de adaptarse a los nuevos comportamientos, obligados por la realidad. Ellos asumieron, desde el primer momento, que podían convivir en las aulas de sus colegios, en los patios, en sus casas… respetando las normas sanitarias, con el uso de la mascarillas y el lavado de manos como instrumentos que salvan vidas. Les ha resultado muy extraño interrumpir las relaciones con los abuelos, pero en seguida supieron que era para velar por sus vidas. Y a Dios gracias que el virus ha respetado a las generaciones más jóvenes porque, de no haber sido así, la fractura emocional a pagar hubiera causado un mayor impacto que el ya sufrido.

Si tuviera que resumir en un solo hecho lo experimentado en los últimos doce meses, además de constatar la vulnerabilidad del ser humano y del planeta, destacaría el descubrimiento de las personas invisibles. Las que pasan a nuestro lado y apenas las percibimos. Aquellas que viven de su trabajo en el mundo de los cuidados, las que limpian nuestros lugares de trabajo, nuestras calles, nuestros espacios comunes. Quienes recogen lo que nos sobra, velan por nuestra salud, reparten a bordo de camiones y furgonetas, atienden a nuestros niños y mayores, despachan en la tienda o en el súper. Personas incorpóreas que han alcanzado una presencia respetada a fuerza de convertirse en imprescindibles. Son merecedoras de un reconocimiento pleno. De un homenaje en este año en el que hemos cambiado a la fuerza.