Fue el alcalde de Londres cuando se gestionaron los juegos olímpicos en aquella capital, dando sobradas muestras de competencia y atrayendo partidarios muy alejados hasta entonces del adusto conservadurismo etoniano del que procede al fin y al cabo. Gobernó como un alcalde cosmopolita en una de las capitales más cosmopolitas del mundo. Y después vio la oportunidad de engancharse al tren del euroescepticismo, al cual no era ajeno con sus afiladas e incluso divertidas crónicas como corresponsal en Bruselas de The Telegrah, la biblia en pasta del más acendrado conservadurismo. Aprovechó la ola del populismo imperante en el mundo después de la Gran Crisis del 2008 y la potencia descontrolada de las redes sociales y sus algoritmos divisivos para contribuir decisivamente con su campaña «Take back control» a la victoria del Brexit en el ya lejano referéndum del 2016. Pero su objetivo estratégico no era ganar un referéndum, sino hacerse con la nominación del Partido Conservador y ganar posteriormente el puesto de primer ministro.

Después vino el año más extraño de nuestros vidas marcado por la pandemia.

Y por la decisión del Gobierno británico de salir del mercado único y de la unión aduanera europea a costa de lo que fuese y sin admitir una más que razonable y esperada extensión del plazo de negociación. Su respuesta inicial a la pandemia fue patética, al estilo populista de Donald Trump en Estados Unidos y Jair Bolsonaro en Brasil. Se creyó a pies juntillas lo que le decían algunos expertos sobre la inmunidad de grupo, aún a costa de asumir el sufrimiento y la muerte prematura de decenas o cientos de miles de sus conciudadanos de mayor edad. Y no fue solo la constatación de la imparable mortandad que producía la epidemia lo que le hizo cambiar de parecer. En ese cambio influyó enormemente su propia experiencia con la enfermedad, que le llevó al borde de la muerte, y, sobre todo, la amenaza de desbordamiento del NHS, el Sistema Nacional de Salud creado por los laboristas en 1945 y tan apreciado por los británicos de toda laya y condición.

El escepticismo sobre el Gobierno tory se extendió imparable por Gran Bretaña y el apoyo a Boris Jhonson cayó en picado, impulsado por el ascenso refulgente de un nuevo líder de la oposición laborista, un señor ideológicamente muy moderado y con una sólida carrera de abogado de causas sociales de éxito, Keir Stamer. Parecía la hora más oscura del despeinado, locuelo y pichafloja Boris. Y después se produjo el asunto de la vacunación y todo cambió de la noche al día.

Y de paso, la autoridad moral de los líderes europeos, básicamente la presidenta de la comisión, Ursula Van der Leyen, se resintió gravemente debido a los errores cometidos en la gestión del aprovisionamiento de las vacunas y los que vinieron a continuación. Porque, ante la constatación de que el éxito del odiado Boris se había producido en gran parte por la supuesta apropiación indebida de la producción del suministro de la empresa de nacionalidad británica (en realidad anglosueca) Astrazeneca, la Comisión Europea y su hasta entonces circunspecta presidenta, abandonaron toda pretensión de ecuanimidad y se lanzaron a la persecución sin cuartel de la farmacéutica, llegando incluso a poner en peligro toda la reciente negociación comercial con Gran Bretaña.

Y es que, mal que nos pese a los europeos, el poner de acuerdo los intereses y visiones de 27 países diferentes acerca de cualquier tema, y las vacunas contra el Covid 19 no son precisamente cualquier tema, resulta extremadamente complicado, y más cuando las autoridades europeas no tienen competencia a priori sobre el asunto. Así que no es de extrañar que los acuerdos con las farmacéuticas que estaban desarrollando vacunas con perspectivas de éxito hayan resultado más lentos, complicados y poco resolutivos al final, en el caso europeo que en el caso británico.

Hay que decir en beneficio de la presidenta de la Comisión, que ésta rectificó inmediatamente su decisión de invocar el artículo 6 del tratado comercial recientemente acordado para impedir que la producción de vacunas de Astrazeneca se exportara a Reino Unido, y pidió públicas disculpas por ello. Pero la mancha en su expediente quedará para siempre, y no creo que los políticos alemanes que se opusieron a que la exministra de Defensa de su país ocupara el puesto de presidenta de la Comisión Europea (en contra de la tradición de liderazgo en la sombra ejercido tan discretamente por Alemania), le perdonen este desliz en el futuro.

Algo ha quedado claro en esta historia de las vacunas. Y es que Boris Jhonson ha maniobrado mejor, percibiendo desde el primer momento que lo que estaba en juego era nada más ni nada menos que certificar ante la opinión pública británica y del mundo entero si el Brexit tendría que ser considerado como un proyecto exitoso o un rotundo fracaso. Y hay que reconocer que Europa le ha servido el éxito en bandeja gracias a sus propios errores y a una apuesta equivocada en lo referido a las vacunas, centrada casi exclusivamente en el coste económico. Y lo que era una previsible crucifixión de Boris en este año decisivo, con la constatación evidente de los errores cometidos en la negociación del acuerdo comercial con la UE, se ha convertido en un desfile triunfal en reconocimiento de su habilidad para negociar y su estrategia para vacunar a la mayor parte de la población británica de cara a las vacaciones de verano, tan ansiadas por la ciudadanía. Lo que, de paso, beneficiará enormemente a los sectores turísticos de países como el nuestro, que dependen en gran parte del turismo británico para sobrevivir a este segundo año de la pandemia.

Así que habrá que reconocer elegantemente los méritos del Boris, al que ya se conoce popularmente con su nombre de pila, un éxito innegable de comunicación para un político populista como él. Un éxito que por fin marca la diferencia entre él y un fracasado al que se le ha asimilado tantas veces como Donald Trump, víctima de su propio endiosamiento y su estupidez para no percibir la pandemia como lo que era: un regalo en forma de oportunidad para el encumbramiento de cualquier político sensato, solo comparable a una guerra justificada por un ataque enemigo como el del Pearl Harbour.

çY aunque sigo pensando que el Brexit ha sido un error histórico, me alegra de que el sentido común vaya asentándose en Downing Street, lo que facilitará sin duda el acomodamiento de intereses y estrategias entre la UE y nuestro gran vecino insular, algo que repercutirá en incontables beneficios para ambas partes.