Cuarenta años llevaba sin ser Verano en Roma, al menos tal y como lo escribió Gianfranco Calligarich allá por el año 73. El mundo era bien distinto al de ahora y la capital italiana estaba más cerca de los días de Augusto que de las hordas bárbaras que la asolan, cámara en mano, para visitar los monumentos con los que se viste la ciudad. El último verano en Roma representa una rareza editorial, uno de esos misterios que la literatura va desgranando en un terreno sobreabundado y que responde nada más y nada menos que a la necesidad del hombre de impregnarse de belleza. No hay mejor manera para ello que recorrer Roma, de noche, con un par de Martinis en la conciencia y en busca de una mujer hipnótica, en un tiempo donde los bares y las iglesias aún cumplían la misma función.

Ha sido la editorial Tusquets la que ha rescatado este libro raro, en el sentido exótico del término. Como las piedras preciosas, minúsculas y exageradas, la historia que escribió Calligarich asalta las librerías como si fuese una novedad editorial. Y en realidad lo es, porque el público español poco sabía de las andanzas de su protagonista, el periodista fracasado Leo Gazzarra, un joven desolado que abandona su Milán natal para probar suerte en la Babilonia papal. La novela contiene todos los elementos necesarios para hacer al lector sucumbir en la melancolía de la belleza: es una historia que se aparta de la grandilocuencia, un extracto de fracaso personal que lleva a los personajes a buscarse entre las calles aplastadas por el sol, en busca de amor, de medicina para el cuerpo, pero la trama no se deja vencer por la cursilería. Supera las trampas con las que suelen palidecer las novelas de amor y huye del recurso fácil. El erotismo es lo que hace a Leo y Arianna buscarse, desearse con las luces apagadas y huir de la ciudad en busca de otras promesas. Saben que están condenados al fracaso, de la misma forma que el amor que sienten es efímero, profundo y devastador. 

La novela tuvo un éxito fulgurante en el año 73, cuando vendió 17.000 ejemplares en un solo verano. Pero para la opera prima de Calligarich, sería el primer y último período estival. Agotadas las existencias, la obra desapareció de las librerías y no volvió a editarse. Ahora se rompen décadas de silencio, en las que la historia se había convertido en un secreto, en el recuerdo de un susurro. El lector contemporáneo tiene la impresión al leer sus páginas de encontrarse con un paraíso perdido. Y no le faltará razón. Pero no tanto por la Roma de los setenta, tan llena de artistas y tan vacía de palos selfies, sino por la juventud que encarnan los personajes. Ese es el verdadero decorado de la novela, una juventud que irradia pasión, que trasmite belleza y hace que los personajes se muevan de un lado para otro con toda la vida por delante. Los mejores años de una vida, donde la libertad se conjuga sin el miedo a equivocarse, transcurren por la paradoja de representarse precisamente en la ciudad más vieja de Europa, con permiso de Cádiz.

Pero absténgase el lector de pensar que encontrará en El último verano en Roma un muestrario idealizado de personajes y lugares. El equilibrio que aporta Calligarich es magistral en este sentido. Leo Gazzarra es un periodista de treinta años que deambula entre las crónicas deportivas en el Corriere dello Sport y un guion de televisión que nunca es aceptado por ningún productor. Arianna es una hermosa estudiante, empedernida no de la literatura, sino de un solo libro, el primer tomo de la magdalena de Proust, que transita la depresión, la exaltación del sexo, los ataques de histeria y la elegancia suprema. Son perfiles humanos que ven en el horizonte el mayor fracaso de sus vidas, incapaces de contener el amor que sienten y dominados por la calima de un verano tórrido. Los atrapará la monotonía de septiembre. Sus vidas volverán a ser predecibles y del último verano no quedará salvo una imagen, cuando otros veranos obliguen a Roma a confundirla con otras ciudades.

Se ha comparado el libro en ocasiones con La dolce vita de Fellini, pero no encuentro en las páginas de la novela la exageración refinada de Mastroiani, ni la elegancia natural de su andar por Roma, en busca de Anita Ekberg. La materia con la que se componen los personajes de Calligarich es diversa. No es una Roma dislocada, genialmente dirigida hacia la exaltación de los sentimientos, como en el clásico de Fellini, sino la ciudad que huye de la monotonía y se refugia en un bar, en un paseo por el Trastevere, abrazado al cuerpo de una amante. Personajes mediocres en los que nos podemos leer, porque Mastroiani nos queda fatalmente lejos. 

Habría que dirigir la novela más bien hacia un trasunto de Jep Gambardella, el personaje que creó Sorrentino para La Gran Belleza. Salvando las distancias (la edad, el poder, el dinero y la Roma del director napolitano, perfecta y onírica), los dos personajes comparten la soledad, el miedo y la necesidad del fracaso, en una misma vida. Pero sobre todo, las ganas de transitar una ciudad que pretenden descifrar como una diosa enterrada. Saben que nada más contemplarla acabarán devorados por sus encantos. 

La novela de Calligarich podría resumirse en las vistas que su protagonista, Leo Gazzarra, contempla cada día desde su apartamento en el Monte Mario. Desde allí, la ciudad se suspende en la abundancia, la humedad del río y el calor del asfalto formando corrientes de polvo suspendido. Es la imagen de la belleza detenida, del dolor que produce el torrente estético de la armonía. Las páginas del autor italiano han pasado sepultadas los últimos cuarenta años y al descubrirlas ha despertado una Roma que creíamos extinta. Delirante y cautivadora, fugitiva y mentirosa, con un dedo de polvo enterrando sus palacios. El único lugar del mundo en el que se puede perseguir (aún sin saber que fracasaremos) eso que llaman felicidad.