Goethe intuyó con claridad la presencia de fuerzas indomables, antiquísimas, alrededor del alma humana y que acompañaban a los hombres desde tiempo inmemorial. A falta de una denominación mejor, el gran poeta escogió la palabra daimon, tomada de la tradición griega. Esas fuerzas misteriosas, esas pulsiones que tenían una potencia mayor que la razón, parecían haber preexistido a ella; diríase que no necesitaban ni a la inteligencia ni al progreso, que habían caminado con la humanidad cuando esta aún entendía el lenguaje de los animales y cuando la diferencia entre la vigilia y el sueño era una mera cuestión de opinión. Parecía que si algún día las puertas de la razón llegaran a ser arrancadas de sus goznes, cuando feneciera la creencia ciega en el progreso, estas enigmáticas potestades continuarían enseñoreándose del alma humana, imperturbables, permanentes, inmutables.

El daimon más poderoso era sin duda Amor. Para Goethe tiene existencia propia, entidad definida. Es reconocible y se percibe su presencia; prende como el fuego y puede devorar todo en un proceso desbocado de mutua aniquilación, de mutua entrega y confusión entre los sujetos que se aman. Desde el mismo momento en que los amantes están uno frente al otro, estos se convierten en sacerdotes de un culto secreto y surge entre ellos un tercer ser, una entidad producto de la afinidad establecida entre dos naturalezas que se han encontrado en el mundo. Este ser que puede elevar a los amantes, y si le place también arrojarlos al abismo, es sin duda Eros. No un Eros infantil, travieso, alado y armado con un arco, sino el poder elemental de atracción que mantiene el mundo vivo y en armonía a través de tensiones contrarias pero complementarias; que sostiene al universo en constante equilibro y con un torrente permanentemente renovado de nacimiento, muerte y regeneración.

Eros es un poder cósmico, impersonal, indiferente a la moral; todo lo contiene y no es contenido por nada ni nadie. Sabe deslizarse sigiloso por el corazón humano y penetrar en él a través de innumerables huecos y entradas secretas, pasos misterios y clandestinos que llegan al interior del alma a través de los sentidos. Pueden ser impresiones descarnadas, simples y elementales, como el sonido del viento golpeando ventanas y paredes, igual que si quisiera entrar por ellas despertando la nostalgia de un ser ausente; puede ser la plateada luz de la luna, en una noche clara sin nubes, cuando esta baña con su resplandor un bosque nevado, similar a Selene buscando a su Endimión. Pero Eros, en su forma más letal e invasora, aparece ayudado por las artes, y en concreto por la música, por la propia capacidad humana de expresar lo que es inexpresable, a través de una ciencia inteligente que combina el tiempo con el sonido, provocado por instrumentos creados en las manos hábiles de artesanos e interpretados por mentes esclarecidas.

La música evocada en ciertos casos conduce al entusiasmo más absoluto, a la disolución completa de la conciencia y de la individualidad. En su Sonata a Kreutzer, Tolstói anunciaba, con la severidad de un puritano asustado, el carácter devastador de la pasión, amorosa y adúltera, que entraba a la vez en una pareja de amantes cuando estos interpretaban el célebre opus 47 de Beethoven. Ella al piano y al violín él, la atracción mutua que se había manifestado ya incipiente, les condujo a la sala de música antes que al lecho. Con los acordes iniciales el daimon fue convocado para que hiciera su aparición. Ya durante la ejecución del primer movimiento se puede fácilmente perder el sentido, pues el adagio suave y delicado, dulce y seductor, llevado por el violín, introduce la presencia del piano para ir hacia un presto vehemente, que concluye de manera agónica y angustiosa, casi un éxtasis amoroso, con una coda que golpea el corazón como un puño dotado con la fuerza de un dios.

En la novela de Tolstói el marido asiste aterrorizado a los progresos de una pasión amorosa y la pérdida inevitable de la esposa en brazos del visitante como si fuera la consecuencia de un hechizo, de una fuerza mágica convocada por un ensalmo, y provocada por la interpretación de la negra escritura con forma de funestas notas musicales.

Convocado Eros entre los amantes, no tarda en emerger a su vez el demonio de los Celos en el marido, excitando en él la ceguera de una furia asesina que lo lleva, como en la tragedia griega, a destruir aquello que no puede poseer, a matar a la persona a la que no se puede entregar. Eros y Muerte son demonios que acuden juntos. De una forma u otra, quienes aman deben extinguirse; pues así lo han querido, abrazados, entregados y confundidos uno en los brazos del otro.

Amor es un señor que exige absoluta lealtad, y solo se le aplaca con la desaparición total de los amantes.